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miércoles, 25 de junio de 2025


 

2025 ADORACIÓN EUCARÍSTICA:

LA VOCACIÓN

Señor Jesús en esta tarde venimos a ti con el corazón bien abierto y muy agradecido. En esta víspera de la ordenación sacerdotal de fray Jordi M., joven fraile que ha dado su sí a ti y al proyecto del Padre Dios sobre él

La vocación religiosa no es una elección cualquiera, ni una simple inclinación del corazón. Es una llamada, un susurro divino que se escucha en lo profundo del alma, una invitación de Dios que dice: “Ven y sígueme”. Pero no se queda ahí. Esa llamada tiene un propósito: ser mediador de la gracia, portador de la luz, instrumento del amor de Dios.

El Señor nos confía una misión sagrada. Nos recuerda que todo lo que recibimos, su amor, su perdón, su paz, su palabra, no es solo para nosotros. Es un don que debe circular, fluir, multiplicarse.

El religioso es aquel que se deja llenar por Dios, no para guardarse ese tesoro, sino para compartirlo. Así como el sol no brilla para sí mismo, el corazón consagrado no vive para sí, sino para los demás. En la oración, recibe. En la misión, entrega. En el silencio, escucha. En el servicio, responde. Escuchemos esta historia.

La vocación: Un mesonero buscaba una vasija para un estimado cliente.

- Elígeme a mí, gritó una copa dorada. Brillo y estoy reluciente. Mi belleza y lustre superan a los de todas los demás. ¡El oro es lo mejor!

El mesonero siguió inspeccionando sin decir una sola palabra. Se quedó mirando una copa plateada de silueta curvilínea y alta:

- Estaré en tu mesa siempre que te sientes a comer. Mi diseño es elegante. La plata viste mucho.

Sin prestar mayor atención a lo que oía, el mesonero puso sus ojos en una copa de bronce. Estaba pulida, y además era amplia y poco profunda.

- ¡Fíjate, fíjate! gritaba la copa; sé que te serviré. Colócame sobre la mesa para que todos me vean.

- ¡Mírame! suplicó la copa de cristal. No oculto nada, soy transparente y clara como el agua de un manantial. Aunque soy frágil estoy segura de que te haré feliz.

El mesonero se acercó después a una copa hecha de madera. Estaba bien pulida y labrada, parecía sólida y robusta.

- Tengo muchos usos, señor, dijo la copa de madera. Aunque es mejor que me utilices para agua, no para el vino.

Por último, el mesonero reparó en una copa de barro cocido. Estaba algo rota, sucia, polvorienta y arrumbada en un rincón de la bodega.

- ¡Aaaaah! Ésta es la copa que andaba buscando. La arreglaré, la limpiaré y la utilizaré. No busco una que esté orgullosa de sí misma. Sólo necesito una sencilla copa de barro, resistente y fuerte en la que el continente no distraiga de la calidad de su contenido.

Luego, con cuidado, tomó aquella copa de barro, la compuso, la limpió, la llenó y se dirigió a ella con simpatía:

- Este es el trabajo que quiero que desempeñes: dar a los demás lo que yo te doy a ti.

“Dar a los demás lo que yo te doy a ti” es, en el fondo, una expresión del amor trinitario: un amor que no se retiene, que se da completamente, que encuentra su gozo en el otro. Es el corazón del Evangelio, la esencia de la vida consagrada, el camino del discípulo verdadero.

Jesús somos conscientes que tú eliges a quien quieres. Dios no nos necesita, pero nos quiere. Que Dios nos elija es siempre un don suyo. No lo merecemos nunca. El modo que tiene Dios de elegir no coincide muchas veces con el nuestro. Nosotros solemos guiarnos por las apariencias. Él elige mirando la sencillez, la pureza y la generosidad de nuestros corazones.

Esta vocación implica una vida de disponibilidad y de entrega. No siempre es fácil, porque dar exige vaciarse, sacrificarse, confiar. Pero ahí está el misterio: Tú nos dijiste que en dar se recibe más; en perder la vida por ti, se gana.

La llamada, es una invitación de Dios a algo más grande que nosotros mismos. No es solo una idea bonita ni una emoción pasajera. Es Dios mirándote y diciéndote: “Yo te he amado, yo te he llenado, ahora ve y haz lo mismo con los demás”. La vocación religiosa es eso: dejarse amar por Dios y después salir al mundo a repartir ese amor. No porque seamos perfectos, ni porque lo tengamos todo claro, sino porque hemos recibido algo tan valioso que no lo podemos guardar solo para nosotros.

Ser llamado no significa tener todo resuelto. Significa estar dispuesto. Estar abierto. Ser valiente para decir: “Señor, si tú me lo das, yo lo doy. Si tú me amas, yo amaré. Si tú me envías, yo iré”.

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