miércoles, 3 de diciembre de 2025


 

MEDITACIÓN EUCARISTICA:

El reloj del tiempo

Queridos Jesús sacramentado queremos para un poco y sentarnos junto a ti, porque tantas veces vivimos diciendo que “no tenemos tiempo”, que los días no alcanzan, que la vida se escapa entre tareas y responsabilidades. Pero en realidad, el tiempo sigue siendo el mismo para todos: un don que Dios derrama segundo a segundo.

Lo que cambia, lo que realmente podemos orientar, es a qué le prestamos atención, dónde colocamos nuestra mirada interior. Jesús no vivió apresurado. No corrió detrás de la gente, no vivió de urgencias, sino de respuestas: atención plena al Padre y al hermano. Tu sabías detenerte ante quien te necesitaba, aunque estuvieras de camino a otra parte. Tu ritmo obedecía a la voluntad del Padre, no al tirón de las circunstancias. Cuando atendemos a Dios primero, el resto encuentra su lugar. La verdadera gestión del tiempo comienza cuando dejamos que Él gestione nuestra mirada. Escuchemos

El reloj del tiempo: Elías era un hombre que vivía siempre con el acelerador pisado a fondo. En su salón había un reloj de pie. Era una herencia incómoda. Un armatoste de madera oscura que nadie más en la familia había querido aceptar. Decían que ese reloj tenía un defecto de fábrica. Elías, que se consideraba un hombre pragmático y moderno, se había reído de aquellas supersticiones de viejas. Aceptó el reloj no por cariño, sino porque quedaba bien en su salón. Elías vivía corriendo.

- Mañana será distinto, se prometía cada noche. Pero mañana nunca era distinto. Mañana era, simplemente, más rápido. Hasta que llegó aquel martes. Eran las 23:58. Elías tecleaba furioso en su portátil, intentando terminar un informe que debía haberse entregado a las seis de la tarde. Estaba sudando. El silencio de la casa solo lo rompía el rítmico y pesado sonido del péndulo de aquel reloj heredado: De repente, el sonido cambió en un carraspeo, un sonido metálico, Elías dejó de escribir.

Las agujas, que estaban a punto de marcar la medianoche, empezaron a girar hacia atrás a una velocidad vertiginosa. Y entonces, el reloj se detuvo en seco. Y con él, se detuvo todo lo demás. El zumbido de la nevera cesó. El cursor del portátil, se quedó congelado. Incluso una mosca que volaba cerca de la lámpara se quedó suspendida en el aire.

Elías se levantó de la silla, temblando. El mundo se había puesto en pausa. Solo él y el viejo reloj de madera seguían existiendo. La portezuela del péndulo se abrió lentamente. Dentro no había maquinaria. Había un pequeño espejo. Y pegada al espejo, una nota amarillenta escrita con la caligrafía inconfundible de su abuelo. Elías la cogió. La nota revelaba por fin el «defecto de fábrica» del que todos hablaban. El secreto que nadie había entendido. La nota decía:

- No leas esto buscando cómo conseguir más tiempo. El reloj ha parado el mundo porque has agotado tu cuota de atención, no tu cuota de horas. Mírate al espejo. Lo que ves no es falta de tiempo, es falta de presencia.

El reloj no paraba el tiempo para que hicieras más cosas. El reloj paraba el tiempo para obligarte a ver en qué lo estabas malgastando. Elías comprendió la gran mentira de nuestra sociedad: la cuestión no es ser productivo, sino que te hacía estar ausente de tu propia vida.

El abuelo no le había dejado un reloj averiado; le había dejado una máquina de auditoría brutal. Elías respiró hondo. Por primera vez en años, el aire entró hasta el fondo de sus pulmones. Cerró la puertecita del reloj. En el instante en que el cerrojo hizo clic, la mosca volvió a volar, la nevera volvió a zumbar y el cursor volvió a parpadear. El mundo se reanudó. Elías con una calma que le pareció extraña, cerró el portátil a medio escribir. El informe podía esperar a mañana. Su salud mental, no.

Apagó la luz del salón y, antes de irse a la cama, acarició la madera del viejo reloj. Ya no le parecía un trasto viejo. Ahora sabía que aquel «defecto» era, en realidad, el único regalo que valía la pena conservar.

Cuando atendemos a Dios primero, el resto encuentra su lugar. Jesús ayúdanos a entender la atención como acto de amor. Prestar atención es amar. Cuando escuchamos de verdad, amas. Cuando miras a otro sin prisa, amas. Cuando atiendes la presencia silenciosa de Dios, amas.

Y al amar, el tiempo parece dilatarse: ya no es un enemigo que se acorta, sino un espacio habitado por sentido. Nos pasamos la vida buscando trucos para «gestionar el tiempo», como si pudiéramos estirar las 24 horas. El verdadero secreto es que el tiempo no se gestiona; se gestiona la atención y la mirada amorosa a la realidad que nos envuelve. Amén