MEDITACIÓN
EUCARISTICA:
El
reloj del tiempo
Queridos
Jesús sacramentado queremos para un poco y sentarnos junto a ti, porque tantas
veces vivimos diciendo que “no tenemos tiempo”, que los días no alcanzan, que
la vida se escapa entre tareas y responsabilidades. Pero en realidad, el tiempo
sigue siendo el mismo para todos: un don que Dios derrama segundo a segundo.
Lo
que cambia, lo que realmente podemos orientar, es a qué le prestamos atención,
dónde colocamos nuestra mirada interior. Jesús no vivió apresurado. No corrió
detrás de la gente, no vivió de urgencias, sino de respuestas: atención plena
al Padre y al hermano. Tu sabías detenerte ante quien te necesitaba, aunque
estuvieras de camino a otra parte. Tu ritmo obedecía a la voluntad del Padre,
no al tirón de las circunstancias. Cuando atendemos a Dios primero, el resto
encuentra su lugar. La verdadera gestión del tiempo comienza cuando dejamos que
Él gestione nuestra mirada. Escuchemos
El
reloj del tiempo:
Elías era un hombre que vivía siempre con el acelerador pisado a fondo. En su
salón había un reloj de pie. Era una herencia incómoda. Un armatoste de madera
oscura que nadie más en la familia había querido aceptar. Decían que ese reloj
tenía un defecto de fábrica. Elías, que se consideraba un hombre pragmático y
moderno, se había reído de aquellas supersticiones de viejas. Aceptó el reloj
no por cariño, sino porque quedaba bien en su salón. Elías vivía corriendo.
-
Mañana será distinto, se prometía cada noche. Pero mañana nunca era distinto.
Mañana era, simplemente, más rápido. Hasta que llegó aquel martes. Eran las
23:58. Elías tecleaba furioso en su portátil, intentando terminar un informe
que debía haberse entregado a las seis de la tarde. Estaba sudando. El silencio
de la casa solo lo rompía el rítmico y pesado sonido del péndulo de aquel reloj
heredado: De repente, el sonido cambió en un carraspeo, un sonido metálico, Elías
dejó de escribir.
Las
agujas, que estaban a punto de marcar la medianoche, empezaron a girar hacia
atrás a una velocidad vertiginosa. Y entonces, el reloj se detuvo en seco. Y
con él, se detuvo todo lo demás. El zumbido de la nevera cesó. El cursor del
portátil, se quedó congelado. Incluso una mosca que volaba cerca de la lámpara
se quedó suspendida en el aire.
Elías
se levantó de la silla, temblando. El mundo se había puesto en pausa. Solo él y
el viejo reloj de madera seguían existiendo. La portezuela del péndulo se abrió
lentamente. Dentro no había maquinaria. Había un pequeño espejo. Y pegada al
espejo, una nota amarillenta escrita con la caligrafía inconfundible de su
abuelo. Elías la cogió. La nota revelaba por fin el «defecto de fábrica» del
que todos hablaban. El secreto que nadie había entendido. La nota decía:
-
No leas esto buscando cómo conseguir más tiempo. El reloj ha parado el mundo
porque has agotado tu cuota de atención, no tu cuota de horas. Mírate al
espejo. Lo que ves no es falta de tiempo, es falta de presencia.
El
reloj no paraba el tiempo para que hicieras más cosas. El reloj paraba el tiempo
para obligarte a ver en qué lo estabas malgastando. Elías comprendió la gran
mentira de nuestra sociedad: la cuestión no es ser productivo, sino que te
hacía estar ausente de tu propia vida.
El
abuelo no le había dejado un reloj averiado; le había dejado una máquina de
auditoría brutal. Elías respiró hondo. Por primera vez en años, el aire entró
hasta el fondo de sus pulmones. Cerró la puertecita del reloj. En el instante
en que el cerrojo hizo clic, la mosca volvió a volar, la nevera volvió a zumbar
y el cursor volvió a parpadear. El mundo se reanudó. Elías con una calma que le
pareció extraña, cerró el portátil a medio escribir. El informe podía esperar a
mañana. Su salud mental, no.
Apagó
la luz del salón y, antes de irse a la cama, acarició la madera del viejo
reloj. Ya no le parecía un trasto viejo. Ahora sabía que aquel «defecto» era,
en realidad, el único regalo que valía la pena conservar.
Cuando
atendemos a Dios primero, el resto encuentra su lugar. Jesús ayúdanos a
entender la atención como acto de amor. Prestar atención es amar. Cuando
escuchamos de verdad, amas. Cuando miras a otro sin prisa, amas. Cuando
atiendes la presencia silenciosa de Dios, amas.
Y
al amar, el tiempo parece dilatarse: ya no es un enemigo que se acorta, sino un
espacio habitado por sentido. Nos pasamos la vida buscando trucos para
«gestionar el tiempo», como si pudiéramos estirar las 24 horas. El verdadero
secreto es que el tiempo no se gestiona; se gestiona la atención y la mirada
amorosa a la realidad que nos envuelve. Amén
