2025 Meditación eucarística
El zorro y el esquirol
Señor Jesús que estás en el altar queremos compartir contigo estos momentos de nuestro tiempo y de nuestra vida. Queremos empaparnos de tu vida generosa, repartida y compartida con cada uno de nosotros. La generosidad no siempre nace de la abundancia, sino del reconocimiento de que lo que tenemos cobra sentido solo cuando se comparte. En un mundo donde muchos acumulan miedo a la escasez, queremos comprender que cada talento y don guardados se marchen, mientras que cada don compartido puede convertirse en vida abundante y generosa.
Repartir no perderse; es confiar en que la vida se multiplica cuando dejemos que circule. La generosidad no empobrece, ensancha. Nos recorda que el valor de lo que poseemos no está en tenerlo, sino en lo que somos capaces de sembrar con ello.
El zorro y el ardilla: En un bosque donde el aire olía a corteza húmeda y las ramas crujían con historias viejas, corrían rumores de un tesoro oculto bajo el espesor, un enigma que el otoño parecía guardar para sí. Allí vivía un zorro inquieto y astuto llamado Fernando, de pelaje rojizo y mirada alerta, como si entendiera los gestos del viento.
Una tarde, al internarse por un sendero poco transitado, Fernando se topó con un esquiro de ojos vivos llamado Marisol. Su pelaje, de un marrón que absorbía la luz, vibraba como cada salto. Era rápida, observadora y poseía una memoria precisa para recordar a cada escondite.
- ¿Qué te trae por estos parajes, Fernando? preguntó desde una rama, sin perderle de vista.
- Cuentan que bajo las hojas doradas se amaga algo que merece ser hallado.
Marisol se quedó pensativa, pero la idea le picó la curiosidad: He oído estas historias, aunque siempre pensé que eran cuentos de invierno.
- Podemos averiguarlo —propongo Fernando. Y así, sin pensarlo demasiado, se pusieron en marcha.
Andaron siguiendo rastros de viento y ecos de pasos antiguos. Entre zarzas y claros apenas abiertos, las hojas caían lentes, formando un tapiz que crujía bajo sus patas. El sol de otoño se filtraba entre ramas retorcidas, teniendo el aire de cubre y sombra. Esa noche acamparon junto a un árbol gigantesco, de razas abiertas como didos que buscan la tierra.
Al día siguiente el viaje continuó con pruebas, cada obstáculo les acercaba más al tesoro, y también uno al otro. La confianza creció sin ceremonias, como la maleza al borde del camino. Al caer la tarde, alcanzaron un claro cubierto de hojas secas. En el centro, medio enterrado en la tierra, descansaba un cofre viejo.
Fernando y Marisol se acercaron sin palabras, levantaron la tapa con cuidado. Dentro, las semillas apenas brillaban, como si respiraran. Había de todo: flores, hierbas, árboles. Vida dormida esperando manos que la despertan. Al amanecer empezaron a sembrar. Junto a los arroyos, al pie de los troncos viejos, entre las claras que el sol acariciaba. Cada semilla era una promesa sin palabras. Con los días, el bosque empezó a transformarse. Brotas nuevas asomaban, el aire cambiaba de olor, los animales observaban sin miedo.
Una tarde, una lechuza vieja bajó de su rama. He dado con lo que todos buscan. El bosque hablaba por los dos. Desde entonces, ese lugar siguió creciendo. Cada árbol galardó un recuerdo suyo; cada flor, un gesto compartido. Con los años, los animales contaban su historia sin adornos: dos amigos que plantaron más que semillas.
Señor Jesús cuantas veces tú providencia nos pone frente a un cofre lleno de semillas: oportunidades, talentos, recursos, amores. La reacción más común es guardarlas para uno mismo, temiendo que se acaben. Pero el zorro y el ardilla entendieron algo esencial: las semillas solo tienen sentido cuando se comparten.
Cada vez que sembramos generosidad, comprensión o apoyo en los demás, el bosque, la comunidad, la familia, las amistades, el mundo, florecen algo más. El egoísmo sólo produce desierto y sequedad, pero la entrega multiplica. El verdadero tesoro no estaba en el cofre, sino en el gesto de repartir. Amén






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