miércoles, 7 de julio de 2021



 

2021 JULIO MEDITACIÓN EUCARÍSTICA

La Santísima Sangre y sus tres heridas

 

En esta tarde en que nos presentamos ante ti Jesús sacramentado, queremos reflexionar sobre la fiesta que hoy celebramos en nuestra ciudad: La solemnidad de la Santísima Sangre. Me viene a la memoria aquel famoso poema de nuestro paisano alicantino Miguel Hernández:

Llegó con tres heridas:

la del amor, la de la muerte, la de la vida.

Con tres heridas viene:

la de la vida, la del amor, la de la muerte.

Con tres heridas yo:

la de la vida, la de la muerte, la del amor.

 

Lo que dice el poeta, bien podría aplicarse al Señor Jesús:

La herida de la vida. Es bien conocido un texto del Antiguo Testamento, que identifica la vida con la sangre: “La vida de la carne es la sangre” (Lev 17, 11). La experiencia histórica de la liberación de Egipto, en la noche de Pascua, asocia también la sangre con la vida, ya que la sangre servirá de señal en las casas donde estén y, por tanto, sus habitantes quedarán libres de la muerte. Con Jesús de Nazaret entramos ya en una nueva dimensión, a la vez más potente y más profunda, más personal y más universal. Recordemos sus palabras: “Os aseguro que, si no coméis la carne y no bebéis la sangre del Hijo del Hombre, no tendréis vida en vosotros. Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré el último día.” (Jn 6,53-56). Es muy claro, por tanto, que la sangre de Jesús se convierte en fuente de vida, de vida plena y gozosa.

La herida del amor. Sin duda, la vida de Cristo queda explicada y marcada por el amor. Al final de sus días, “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1); Su entrega brota del amor y, además, se orienta al amor. Se trata, por tanto, de un amor que nos da la paz, construye la unidad, derriba los muros de separación y nos regala la salvación (aunque, para ello, tenga que derramar su sangre por la herida de su amor).

La herida de la muerte. Es el evangelista Juan el que recoge la escena de la lanzada, señalando que, del pecho abierto del Hijo de Dios crucificado, “brotó sangre y agua” (Jn 19, 34). Poco antes, es Lucas quien detalla que, durante la oración del Huerto, “le corría el sudor como gotas de sangre cayendo al suelo” (Lc 22, 44). Si Cristo no vaciló en entregarse del todo por nosotros, si Él llegó hasta el límite para sacarnos del abismo en el que nuestro orgullo nos había postrado, nosotros hemos de corresponder a su ejemplo saliendo de nuestra desidia, dejando a un lado nuestras comodidades, implicándonos del todo cuando alguien sufra. En definitiva, compartiendo el dolor ajeno sin hipocresía ni fingimiento.

Podeos acercarnos a la Preciosa Sangre de Cristo para captar ahí las tres heridas, de la vida, del amor, de la muerte. Y pedirle: ¡Sangre de Cristo, embriáganos! Esto nos alentará a no banalizar nuestra vida. La llenaremos más bien de los mismos sentimientos de Jesús. Dejaremos que nuestra alma sea conquistada por su amor, un amor que no excluye a nadie, que tiene especial predilección por los menos favorecidos.

Movidos por este amor, no sucumbiremos al favoritismo, no tendremos una mirada interesada o mezquina, acogeremos a todos, no llevaremos cuentas del mal, no guardaremos rencor, saldremos sin remilgos al encuentro del prójimo. Si el Maestro nos ha amado de modo incondicional, ha tenido misericordia de nosotros e incluso se ha abajado hasta llegar a lavarnos los pies, nuestro camino ha de pasar por un ejercicio constante de solidaridad y cercanía hacia cuantos están hundidos en la amargura, la penuria, la depresión y el olvido.

Nos animará igualmente a edificar una sociedad fraterna, donde se respeten los derechos y libertades fundamentales del ser humano. Nos conducirá a abrir el corazón a los pobres y a cuantos tienen destrozada su dignidad. Nos invitará a luchar contra la explotación de la persona, contra quienes maltratan la vida. Nos robustecerá, en fin, para consolar a quienes viven en la soledad o el abandono.

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