domingo, 1 de agosto de 2021


2021 AÑO B TIEMPO ORDINARIO XVIII

 El evangelio de Juan nos anima a buscar el alimento que perdura. Y nos señala que Jesús es ese “pan”, ese alimento que merece la pena. Creer en él no es algo teórico. Implica vivir como él vivió. Y quien sigue sus pasos, camina hacia la auténtica Vida.

Jesús acaba de realizar el "signo" más importante para él, el pan compartido, pero sin embargo es el el menos comprendido. De hecho, la gente lo busca, lo alcanza y le gustaría agarrarlo como garantía contra cualquier hambre futura. Sería un chollo tener a Jesús como nuestro Señor si nos da de comer cuando tenemos hambre, nos cura de cualquier enfermedad, si orienta nuestras vidas y las dirige…

Cuando el pueblo le hace la pregunta: ¿cómo y cuándo has llegado aquí? no contesta. Él rechaza este tipo de seguimiento.

El signo que él ha hecho, la multiplicación de los panes y peces es una señal del compartir, pero ellos vieron en ella solo la satisfacción del apetito. Esa búsqueda de Jesús no es correcta, solo pretenden seguridades. Jesús va directamente al grano y desenmascara su intención. No le buscan a él sino el pan que les ha dado. No le buscan por conseguir un futuro más humano.

El Evangelio de Jesús no aporta pan recién cocido, sino levadura suave y poderosa al corazón de la historia, para hacerla fluir hacia arriba, hacia la vida indestructible. Ante ellos Jesús anuncia su afirmación absoluta: ¡como sacié tu hambre por un día, así puedo llenar las profundidades de tu vida! Y no pueden seguirlo.

También nosotros, que somos unas criaturas de la tierra, preferimos el pan inmediato, concreto. Hay tanta hambre en el mundo que para muchos Dios sólo puede tener la forma de un pan. Entonces comienza un malentendido. Jesús responde dibujando el rostro amistoso de Dios frente a ellos: Como una vez les dio el maná, así Dios todavía les da hoy. Dos palabras muy simples, pero clave de la revelación bíblica: nutrir la vida es obra de Dios, Dios no pide, Dios da. No finge, ofrece. Dios no exige nada, lo da todo. Pero, ¿qué da exactamente el Dios de Jesús? Él no da nada de cosas materiales, él nos da su fuerza, su Espíritu, coraje, valentía y tenacidad.

Por eso Jesús es el que da vida, el regalo de Dios, es Dios que se da a sí mismo: Yo soy el pan de vida. De sus manos la vida fluye ilimitada e imparable. Pedro lo confirmará un poco más adelante: Señor, ¿a quién iremos? Solo tú tienes palabras de vida eterna.

Dios ofrece una cálida corriente de amor que entra y hace florecer las raíces de todo ser humano. Y así nos convirtamos en dadores de vida. Hay que creer en el enviado. En el corazón de la fe está la tenaz y dulce confianza de que el rostro de Dios es Jesús: el rostro más luminoso del ser humano, libre como nadie, cura el desamor, ayudando a convertirnos en lo máximo que podemos ser. No hay nada amenazante en Jesús, sólo brazos abiertos que protegen y guardan y nos hace crecer con ternura combativa, contra todo lo que hiere la vida.

 

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