sábado, 7 de noviembre de 2020

2020 AÑO A

 TIEMPO ORDINARIO XXXII

 

Las lecturas de hoy nos invitan a estar vigilantes, con las lámparas encendidas ante la inminente llegada del Señor. Él está con nosotros, pero la hora de su llegada no la sabemos. Se nos invita a no bajar la vigilancia, pues podemos perder de vista a este Dios que se manifiesta en los distintos acontecimientos de nuestra vida.

La historia de esta parábola es hermosa, afirma que el Reino de Dios es similar a diez muchachas que desafían la noche, armadas sólo con una pequeña luz. Casi nada. Para conocer a alguien.

El Reino de los Cielos se parece a diez lucecitas en la noche, a las personas valientes que salen a las calles y se atreven a desafiar la oscuridad; pero tienen la expectativa en sus corazones, porque están esperando a alguien, un poco de amor de la vida, el esplendor de un abrazo al final de la noche. Todas se durmieron, las necias y las prudentes. Porque el cansancio de vivir, el cansancio de atravesar la noche, nos lleva a todos a momentos de abandono, de somnolencia, tal vez a renunciar.

La parábola nos reconforta y nos dice que una voz siempre nos despertará, Dios es un despertador de vidas. No importa si te duermes, si estás cansado, si la espera es larga y la fe parece marchitarse. Una voz vendrá en lo más alto de la noche, justo cuando sientas que ya no puedes continuar más.

El punto importante es el aceite de las lámparas que termina. Al final la parábola nos pone en la disyuntiva: una vida aburrida o una vida ardiente, por eso necesitamos una reserva de aceite. Las «sensatas» llevan consigo aceite para mantener encendidas sus lámparas; las «necias» no piensan en nada de esto. El esposo tarda, pero llega a medianoche. Las «sensatas» salen con sus lámparas a iluminar el camino, acompañan al esposo y «entran con él» en la fiesta. Las «necias», por su parte, no saben cómo resolver su problema: «se les apagan las lámparas». Así no pueden acompañar al esposo. Cuando llegan es tarde. La puerta está cerrada.

Quizá el aceite será la inquietud o el coraje que me lleva a conocer a los demás, el deseo de cruzar distancias, de romper la soledad, de inventar comuniones. Y creer en la fiesta, en el banquete que me da la vida, Dios nos invita a unirnos a él, y esperar al final de cada noche pera un abrazo.

El mensaje es claro y urgente. Es una insensatez seguir escuchando el Evangelio, sin hacer un esfuerzo mayor para convertirlo en vida: es construir un cristianismo sobre arena. Y es una necedad confesar a Jesucristo con una vida apagada, vacía de su espíritu y su verdad: es esperar a Jesús con las «lámparas apagadas». Jesús puede tardar, pero no podemos retrasar más nuestra conversión.

Sin la sabiduría, que es la esencia de lo bueno, de la felicidad, de lo ético y estético, la vida perdería su hermosura. Por ello, ser sabio, en la Biblia, no es estudiar una carrera para aprender muchas cosas; no es cuestión de cantidad, sino de calidad; es descubrir constantemente la dimensión más profunda de nosotros mismo y de Dios.

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