domingo, 28 de septiembre de 2025


 

2025 CICLO C

TIEMPO ORDINARIO XXVI

La parábola que hemos escuchado en el Evangelio es una puesta en escena enérgica y dura, que ocurre entre un mal rico y un pobre bueno. El mal no se encuentra en la riqueza misma, ni la bondad en el hecho de ser pobre, sino en la forma y manera con que se usa la riqueza o se vive la pobreza.

Es la historia de un rico, un mendigo y un gran abismo excavado entre las personas. Nuestros comportamientos excavan zanjas entre nosotros, el desinterés, la indiferencia. Solo podemos superarlo cuando cuidamos lo humano frente a lo inhumano.

Primera parte: Dos protagonistas que conviven, pero no se hablan, uno dentro de la casa llena de lujos y el otro fuera con los perros lamiéndole las llagas. Uno vestido de púrpura y lino y el otro cubierto de llagas. Uno de banquete todos los días y el otro disputando algunas migajas a los perros.

Seguro que este no es el mundo soñado por Dios para sus hijos. Un Dios que nunca se nombra en la parábola, pero que está ahí: no habita en la luz, sino en la oscuridad del pobre; no hay lugar para él dentro del palacio, porque Dios no está presente donde el corazón está ausente. Quizás el rico sea devoto y rece, sin embargo, es sordo al lamento del pobre. Lo pasa por alto cada día como se hace con un charco. Ni se le ocurre detenerse, ni siquiera tocarlo: el pobre es invisible para quien ha perdido los ojos del corazón. Cuántos invisibles hay en nuestras ciudades, en nuestros pueblos. Atención a los invisibles, en ellos se refugia lo eterno.

El rico no daña a Lázaro, no le lastima. Hace algo peor: lo hace inexistente, lo reduce a un desecho, a una nada. En su corazón lo ha matado. Que diferencia del samaritano que iba de viaje y vio a un necesitado, se compadeció de él, bajó de su caballo y se inclinó sobre aquel hombre medio muerto. Ver, conmoverse, bajar, tocar, verbos muy humanos, para que nuestra tierra esté habitada no por la ferocidad sino por la ternura. Quien no acoge al otro, en realidad se aísla a sí mismo, es él la primera víctima del «gran abismo», de la exclusión.

Segunda parte: el pobre y el rico mueren, la parábola los sitúa en los polos opuestos, como ya lo estaban en la tierra. Una súplica, envía a Lázaro con una gota de agua en la punta del dedo, una sola gotita para cruzar el abismo. O bien una sola palabra para sus cinco hermanos. Pero no, porque no son los milagros los que cambian nuestra trayectoria, ni las apariciones o los signos, la tierra ya está llena de milagros, llena de profetas: que los escuchen; tienen el Evangelio, ¡que lo escuchen!

El hombre de la parábola vivía de la riqueza y para la riqueza, siendo ésta el único móvil eficaz y suficiente de su vida. El menosprecio del narrador por semejante personaje es evidente por el hecho de no ponerle nombre. Al otro personaje de la parábola sí que le atribuyeron nombre. Le llamaron Lázaro. Era pobre y enfermo de lepra y malvivía de las limosnas que voluntariamente le daban.  Al morir los ángeles lo llevaron al seno de Abraham, al lugar de los justos, donde floreció, con más esplendor del que nunca jamás había podido imaginar, la felicidad que tan esquiva se había manifestado en la vida de aquí.

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