sábado, 11 de julio de 2020


2020 AÑO A TIEMPO ORDINARIO XV
El evangelio nos dice que Jesús hablaba a la gente: “muchas cosas en parábolas”. Las parábolas son un altavoz del Maestro, son sus mismas palabras, sus mismos conceptos, los ejemplos sencillos que usaba para hablar del Reino y de sus maravillas. Escucharlas es como escuchar el murmullo del manantial, la fuente original, el momento inicial, el frescor primaveral del Evangelio.
Las parábolas no son una alternativa o una excepción, representan la manera de expresarse de Jesús, una manera alta y brillante, es el lenguaje más refinado de Jesús. Jesús observaba la vida y las parábolas nacieron. Tomó historias de la vida e hizo historias de Dios.
Hoy nos habla de la parábola del Sembrados y empieza así: Salió el sembrador a sembrar. Jesús imaginaba la historia, la creación, el reino como una gran siembra: Compara la Palabra de Dios con la semilla. La semilla es promesa de vida futura; en ella, tan pequeña, se aprieta y comprime la vida que, pero al enterrarla en la tierra se desarrollará y dará mucho fruto. El secreto de la vida es germinar, brotar, madurar.
El sembrador puede parecer incauto, despreocupado porque parte de la semilla cae sobre piedras, zarzas o el camino, y otra caerá en tierra buena. A Jesús no le parecía incauto, sino todo lo contrario, la semilla es la Palabra de Dios y ésta tiene que ser sembrada en todo tipo de tierra; nadie es discriminado, nadie está excluido de la siembra divina. Él mismo indica el significado de cada uno de estos terrenos y por qué la semilla se malogra en ellos o da fruto abundante.
En algún momento de nuestra vida podemos llegar a ser duros, con espinas, heridos, opacos, superficiales, pero es a nuestra humanidad imperfecta a la que la palabra de Dios quiere llegar, y quiere convertimos en tierra buena. Todos experimentamos que hay fuerzas en el mundo y en mi corazón que se oponen a la vida, al renacer de nuevas esperanzas y expectativas.  
La parábola no explica por qué sucede esto, pero nos habla de un sembrador confiado, cuya tenacidad no es defraudada, porque la semilla está creciendo en el mundo y en mi corazón. El verbo más importante de la parábola es: y dio fruto. Hasta cien por uno. Y no es una exageración piadosa.
La ética evangélica no busca campos perfectos, sino fructíferos. La mirada del Señor no descansa en mis defectos, que son las piedras, caminos o zarzas, sino en el poder de la Palabra que ablanda los terrones pedregosos, se preocupa por los nuevos brotes y lucha contra toda esterilidad.
Jesús nos cuenta que Dios no viene como cosechador de nuestros pocos cultivos, sino como el sembrador incansable de nuestras tierras y matorrales.
Los campesinos, año tras año, cuidan sus tierras: quitan las malas hierbas, sacan las piedras, remueven la tierra y la abonan. El creyente ha de cuidar también con esmero su tierra, es decir su capacidad de escucha evitando los ruidos que apagan la voz de Dios. Hay que escuchar con corazón sencillo, con la docilidad de discípulo y “guardar” la Palabra que implica abrazarla, cuidarla, respetarla y agradecerla.

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