miércoles, 27 de agosto de 2025


 MEDITACIÓN EUCARÍSTICA:

El lobo que volvió a la puerta

Señor Jesús aquí estamos de nuevo para acompañarte durante unos momentos y estamos convencidos que todo lo que hacemos por amor, algún día volverá a nosotros. Tú nos dijiste que hiciéramos siempre el bien sin mirar a quien. Lo importante son los gestos de bondad, de cariño y de generosidad que jamás se perderán en el olvido.  Escuchemos esta interesante historia.

El lobo que volvió a la puerta: En un pequeño pueblo de montaña, Claudia Ramírez vivía sola desde que enviudó. Su casa estaba rodeada de bosques espesos, y aunque la soledad a veces pesaba, encontraba paz en el silencio. Una noche de invierno, hace más de quince años, escuchó un ruido extraño fuera: un gemido, casi un llanto.

Al abrir la puerta, encontró un cachorro de lobo, empapado por la nieve, temblando y con una pata herida. Claudia dudó. Sabía lo que significaba un lobo tan cerca: miedo, precaución, peligro, pero al mirarlo a los ojos vio algo distinto. Lo levantó con cuidado y lo metió en la casa. Le curó la pata con vendas, lo secó junto a la chimenea y le dio restos de carne que tenía para su cena.

Durante semanas, el cachorro, al que llamó Kuma, se recuperó. Jugaba en el patio, dormía al pie de su cama y la seguía por la casa como una sombra silenciosa. Pero Claudia sabía que no podía quedarse con él para siempre. Kuma pertenecía al bosque. Una mañana, lo llevó hasta un claro y, con el corazón encogido, lo dejó ir. Él la miró por última vez antes de desaparecer entre los árboles.

Pasaron los años. Claudia envejecía, sus pasos eran más lentos y las noches más largas. Un invierno especialmente duro, la nieve cubrió la puerta de su casa y ella cayó enferma. Apenas podía levantarse para encender la chimenea o buscar leña. Una madrugada, un ruido fuerte la despertó. Pensó que era el viento… hasta que escuchó un aullido.

Se asomó a la ventana y lo vio: un enorme lobo gris, de pelaje espeso y mirada penetrante, estaba frente a su puerta. No parecía hostil. En sus fauces traía un conejo recién cazado, que dejó en el umbral.

Claudia, débil, abrió la puerta. El lobo la miró fijamente y, en un instante, lo reconoció: aquellos ojos eran los de Kuma. No entró en la casa, pero tampoco se marchó. Durante semanas, cada amanecer, aparecía con algo de comida: un ave, un trozo de carne, lo que pudiera cazar.

A veces se quedaba tumbado a pocos metros, vigilando.

Con el tiempo, Claudia recuperó fuerzas. Un día, salió hasta el claro donde lo había liberado tantos años atrás. Kuma estaba allí, como si la esperara. Se acercó despacio, ella extendió la mano y él, sin miedo, inclinó la cabeza para que lo tocara.

No se volvieron a ver después de ese día. Pero Claudia nunca olvidó lo que significaba: El bosque no olvida a quien le da una oportunidad. Y un acto de bondad, por pequeño que parezca, puede regresar a ti… incluso con patas y colmillos.

Señor Jesús a veces creemos que nuestras buenas acciones se pierden en el tiempo. Pero la vida, de alguna forma, siempre recuerda dónde sembraste amor. Y un día, sin aviso, florece lo que creías olvidado. Nuestras buenas acciones no caen en el olvido. Todo aquello que hicimos con el alma, desde el cariño o la bondad, tiene eco, y siempre deja huella.

Dios ve cada acto de bondad, cada semilla de amor sembrada en Su nombre. El amor que siembras nunca se pierde, simplemente florece cuando menos lo esperas. Y aunque no siempre veamos los frutos de inmediato, Su Palabra nos asegura que a su tiempo segaremos, si no desmayamos.

Nada de lo que hagas por amor a Cristo es en vano. Dios nunca olvida donde sembraste con fe. A veces sentimos que nuestras buenas acciones no producen fruto. Que amar, perdonar, dar o ayudar no hace diferencia en un mundo que parece indiferente. Pero nosotros no sembramos para ser vistos por el hombre, sino para agradar a Dios.  Y Dios, nuestro Padre justo y fiel, ve cada obra, cada lágrima, cada acto oculto hecho por amor.

La misma vida tiene memoria para el amor, para el bien, para los gestos sinceros. Y, aunque no siempre lo veas de inmediato, un día vuelve a ti en forma de consuelo, de bendición, de sonrisa inesperada. No nos cansemos, pues, de hacer el bien. Sembremos con fe. Aunque no veamos aún el fruto, Dios lo está preparando. Porque cuando siembras amor en Cristo, la cosecha es eterna. Amén

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