El
lobo que volvió a la puerta
Señor
Jesús aquí estamos de nuevo para acompañarte durante unos momentos y estamos
convencidos que todo lo que hacemos por amor, algún día volverá a nosotros. Tú
nos dijiste que hiciéramos siempre el bien sin mirar a quien. Lo importante son
los gestos de bondad, de cariño y de generosidad que jamás se perderán en el
olvido. Escuchemos esta interesante
historia.
El
lobo que volvió a la puerta: En un pequeño pueblo de montaña, Claudia
Ramírez vivía sola desde que enviudó. Su casa estaba rodeada de bosques
espesos, y aunque la soledad a veces pesaba, encontraba paz en el silencio. Una
noche de invierno, hace más de quince años, escuchó un ruido extraño fuera: un
gemido, casi un llanto.
Al
abrir la puerta, encontró un cachorro de lobo, empapado por la nieve, temblando
y con una pata herida. Claudia dudó. Sabía lo que significaba un lobo tan
cerca: miedo, precaución, peligro, pero al mirarlo a los ojos vio algo
distinto. Lo levantó con cuidado y lo metió en la casa. Le curó la pata con
vendas, lo secó junto a la chimenea y le dio restos de carne que tenía para su
cena.
Durante
semanas, el cachorro, al que llamó Kuma, se recuperó. Jugaba en el patio,
dormía al pie de su cama y la seguía por la casa como una sombra silenciosa.
Pero
Claudia sabía que no podía quedarse con él para siempre. Kuma pertenecía al
bosque. Una mañana, lo llevó hasta un claro y, con el corazón encogido, lo dejó
ir. Él la miró por última vez antes de desaparecer entre los árboles.
Pasaron
los años. Claudia envejecía, sus pasos eran más lentos y las noches más largas.
Un invierno especialmente duro, la nieve cubrió la puerta de su casa y ella
cayó enferma. Apenas podía levantarse para encender la chimenea o buscar leña. Una
madrugada, un ruido fuerte la despertó. Pensó que era el viento… hasta que
escuchó un aullido.
Se
asomó a la ventana y lo vio: un enorme lobo gris, de pelaje espeso y mirada
penetrante, estaba frente a su puerta. No parecía hostil. En sus fauces traía un
conejo recién cazado, que dejó en el umbral.
Claudia,
débil, abrió la puerta. El lobo la miró fijamente y, en un instante, lo
reconoció: aquellos ojos eran los de Kuma. No entró en la casa, pero tampoco se
marchó. Durante semanas, cada amanecer, aparecía con algo de comida: un ave, un
trozo de carne, lo que pudiera cazar.
A
veces se quedaba tumbado a pocos metros, vigilando.
Con
el tiempo, Claudia recuperó fuerzas. Un día, salió hasta el claro donde lo
había liberado tantos años atrás. Kuma estaba allí, como si la esperara. Se
acercó despacio, ella extendió la mano y él, sin miedo, inclinó la cabeza para
que lo tocara.
No
se volvieron a ver después de ese día. Pero Claudia nunca olvidó lo que
significaba: El bosque no olvida a quien le da una oportunidad. Y un acto de
bondad, por pequeño que parezca, puede regresar a ti… incluso con patas y
colmillos.
Señor
Jesús a veces creemos que nuestras buenas acciones se pierden en el tiempo. Pero
la vida, de alguna forma, siempre recuerda dónde sembraste amor. Y un día, sin
aviso, florece lo que creías olvidado. Nuestras buenas acciones no caen en el
olvido. Todo aquello que hicimos con el alma, desde el cariño o la bondad, tiene
eco, y siempre deja huella.
Dios
ve cada acto de bondad, cada semilla de amor sembrada en Su nombre. El amor que
siembras nunca se pierde, simplemente florece cuando menos lo esperas. Y aunque no
siempre veamos los frutos de inmediato, Su Palabra nos asegura que a su tiempo
segaremos, si no desmayamos.
Nada
de lo que hagas por amor a Cristo es en vano. Dios nunca olvida donde sembraste
con fe. A veces sentimos que nuestras buenas acciones no producen fruto. Que
amar, perdonar, dar o ayudar no hace diferencia en un mundo que parece
indiferente. Pero nosotros no sembramos para ser vistos por el hombre, sino
para agradar a Dios. Y Dios, nuestro
Padre justo y fiel, ve cada obra, cada lágrima, cada acto oculto hecho por
amor.

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