sábado, 6 de marzo de 2021

2021 AÑO B 

TIEMPO DE CUARESMA III

 En este tercer domingo de Cuaresma llegamos a su ecuador, las lecturas nos hacen un claro llamamiento a ir hacia dentro, a profundizar, a dejar de lado imágenes e ídolos y girar nuestras vidas hacia aquel que es el Señor, nuestro Dios.

En el Éxodo, Dios entrega a Moisés los Mandamientos de la ley, es decir la expresión de la voluntad de Dios para con su pueblo.

Acompañado de sus discípulos, Jesús sube por primera vez a Jerusalén para celebrar las fiestas de Pascua. Al asomarse al recinto que rodea el Templo, se encuentra con un espectáculo inesperado. Vendedores de bueyes, ovejas y palomas ofreciendo a los peregrinos los animales que necesitan para sacrificarlos en honor a Dios. Cambistas instalados en sus mesas traficando con el cambio de monedas paganas por la única moneda oficial aceptada por los sacerdotes. Jesús se llena de indignación. El narrador describe su reacción de manera muy gráfica: con un látigo saca del recinto sagrado a los animales, vuelca las mesas de los cambistas echando por tierra sus monedas, grita: «No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre».

Esta indignación de Jesús quizá sea una invitación en medio de nuestra pandemia a seguir despojándonos de lo superficial para avanzar en lo esencial de nuestras vidas. Las mesas y las sillas volcadas muestran el vuelco total que trae Jesús.

Jesús dijo: “No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre”. Dios se ha convertido en objeto de venta. Dar y recibir, vender y comprar son formas que ofenden al amor. El amor no se compra, no se pide, no se impone, no se pretende. El amor solo se regala, se da gratuitamente. Dios no se puede comprar y es de todos. No se compra ni siquiera al precio de la moneda más pura. Dios es amor, quien quiera pagarle solo puede hacerlo con más amor.

Casa del Padre, su tienda no es solo la construcción del templo: no comercialice la religión y la fe, pero no comercialice al hombre, de la vida, de los pobres, de la madre tierra. Cada cuerpo de hombre y mujer es un templo divino: frágil, bello e infinito. Y si una vida vale poco, nada vale tanto como una vida. Porque con un beso Dios le transmitió su aliento eterno.

Aquel Templo no es la casa de un Dios Padre en la que todos se acogen mutuamente como hermanos y hermanas. Jesús no puede ver allí esa "familia de Dios" que quiere ir formando con sus seguidores. Aquello no es sino un mercado donde cada uno busca su negocio.

Hemos de hacer de nuestras comunidades cristianas un espacio donde todos nos podamos sentir en la «casa del Padre». Una casa acogedora y cálida, donde aprendemos a escuchar el sufrimiento de los hijos más desvalidos de Dios. Una casa donde podemos invocar a Dios como Padre porque nos sentimos sus hijos y buscamos vivir como hermanos.

 

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