miércoles, 29 de octubre de 2025


 

MEDITACIÓN EUCARÍSTICA.

DAD Y SE OS DARÁ

Aquí estamos Jesús sacramentado junto a ti, en esta tarde. Queremos aprender de ti la generosidad. Tú lo diste todo incluso tu vida, pero la diste por amor. Queremos aprender de ti a dar nuestro tiempo, nuestro afecto, nuestra ayuda. Estamos tan acostumbrados a esperarlo todo y a recibirlo todo.

Estamos seguros que si tuviéramos la actitud de la generosidad y compartiéramos más, seríamos inmensamente ricos y felices. El compartir no nos empobrece, sino que nos enriquece de una manera bárbara. Escuchemos esta interesante historia que nos anima a mantener siempre el corazón abierto y dispuesto a dar, porque solo así la vida puede seguir dándonos.

Dad y se os dará: Según dice la leyenda, había un monasterio cuyo abad era muy generoso. Jamás negaba alojamiento a un mendigo, y siempre daba todo lo que podía.

Lo extraño del caso es que cuanto más daba, más próspero se volvía el monasterio. Al morir, el viejo abad fue reemplazado por otro de naturaleza totalmente opuesta. Era mezquino y tacaño.

Un día, llegó un anciano al monasterio pidiendo alojamiento. Mencionaba que años antes ya le habían dado resguardo una noche.

El abad se lo negó, alegando que el monasterio ya no podía darse el lujo de dar hospitalidad, como hacían antes.

- Nuestra abadía ya no puede ofrecer pensión a los extraños, como hacíamos cuando éramos más prósperos. Ya nadie hace ofrendas para nuestra obra y nuestros recursos son escasos.

- No me sorprende -dijo el anciano- creo que se debe a que echaron a dos hermanos del monasterio.

- No recuerdo que jamás hayamos hecho eso, respondió el abad desconcertado.

- Sí, lo hicieron -replicó el anciano- eran gemelos: uno se llamaba DAD y el otro SE OS DARÁ. Como echaron a DAD, SE OS DARÁ, resolvió irse también.

Esta hermosa historia encierra una enseñanza profunda sobre la generosidad y la ley del dar y recibir. El relato muestra, a través del contraste entre los dos abades, que la prosperidad no proviene de acumular, sino de compartir. El primer abad comprendía que cuando se da con el corazón, la vida y Dios, devuelve multiplicado lo entregado. Su monasterio florecía precisamente porque su espíritu generoso creaba abundancia, confianza y bendición.

El segundo abad, en cambio, al cerrar su corazón y sus manos, cerró también el flujo de la abundancia. Su egoísmo rompió el equilibrio natural: al expulsar a “DAD”, inevitablemente perdió a “SE OS DARÁ”. La parábola nos recuerda que dar y recibir son dos caras inseparables de la misma moneda; cuando una desaparece, la otra también.

Señor Jesús, haz que comprendamos que dar no es solo una acción material; es un acto espiritual. Implica desprenderse, confiar y reconocer que lo que poseemos no nos pertenece del todo, sino que somos administradores de bienes, talentos y afectos que pueden beneficiar a otros.

Cuando el primer abad ofrecía alojamiento y alimento, no solo entregaba cosas, entregaba humanidad. Su generosidad creaba un ambiente de gratitud y fe, una energía que atraía bendiciones. En su monasterio circulaban tanto los bienes materiales como la compasión, y en ese flujo radicaba la verdadera prosperidad.

Abrir las manos y el corazón es una manifestación de confianza en la abundancia de Dios. Quien da, en el fondo, dice: “Creo que hay suficiente para todos; no temo quedarme sin nada”. Esa confianza, paradójicamente, multiplica lo que se tiene. Tu multiplicaste los cinco panes y dos peces que aquel muchacho compartió con los demás.

En un nivel más profundo, la historia nos enseña que lo que entregamos a los demás, nos regresa transformado. No necesariamente en la misma forma (si das dinero, puede volver en forma de salud, amor u oportunidades), pero el principio permanece: todo acto de bondad genera un eco. Quien vive con las manos abiertas, mantiene el flujo de la vida circulando; quien las cierra, detiene ese movimiento y se empobrece, no solo materialmente, sino espiritualmente.

El verdadero dar no empobrece, sino que expande el alma. Cuando damos con alegría, fortalecemos la fe en la bondad humana, sembramos esperanza y construimos comunidad. Porque al final, solo quien da desde el corazón puede recibir en abundancia, no necesariamente cosas, sino aquello que tiene más valor: paz, amor y plenitud interior. Siempre tengamos el corazón abierto y dispuesto a dar. Dar no es perder, es sembrar; y toda buena siembra, tarde o temprano, florece.  Amén

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