DIOS TE ESPERA EN TU INTERIOR,
AQUÍ Y AHORA
Como quien no
dice nada, ante Jesús sacramentado confesamos la increíble paradoja de un amor
encarnado que habita nuestra interioridad. Es el “Dulce huésped del alma”, que no
solo vino a habitar esta tierra y esta historia, sino a quedarse con nosotros
para siempre, «todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Esta es la
buena noticia del Evangelio. Esta, y no otra, la “quintaesencia” del mensaje evangélico.
¡Dios nos
espera! Está ahí en el Sagrario. Sin violentar nuestra naturaleza hecha de
carne y tiempo, sin llevar cuenta de nuestras infidelidades y premiando cada
gesto de amor, Dios guarda y aguarda los pasos de sus hijos, respeta el proceso
de transformación de cada cual.
La espera,
como paciencia de Dios en el tiempo, es manifestación de una esperanza para
nuestra vida, expectación del cumplimiento de un anhelo que nuestra libertad
podría truncar, un don que podríamos rechazar… Mientras tanto, Dios se sujeta a
nuestra condición, nos engrandece.
Él nos espera,
sí, para regalarnos y regalarse, y no hacen falta “grandes espectáculos”, le
basta una mirada, una intención, un recuerdo, una sola palabra de amor…
Sentado al
brocal de nuestro pozo, nos aguarda para abrevar nuestra sed como lo hizo con
la samaritana (Jn 4,7); Como un mendigo a la puerta del corazón, espera que le
abramos para cenar con Él (Ap 3,20); Está hambriento y sediento, de paso,
desnudo, enfermo y preso (Mt 25,31s)… nos sale al encuentro en cada recodo del
camino, en cada persona, en cada circunstancia y aguarda el bálsamo de nuestra
amorosa compasión.
Si decidimos
vivir conscientemente la sacramentalidad de todo lo creado, como algo que cae
por su propio peso, viviremos en ese círculo amoroso ininterrumpido “Tú en mí y
yo en ti”. Hemos sido creados con primor y belleza a su imagen para morar en su
presencia, estamos ‘retratados’ en las entrañas de Dios, nuestro hogar.
Dios está aquí
y ahora, contigo y para ti, y susurra en el fondo de tu alma: “Yo estoy aquí
para ti”, no le dejemos solo, no lo reduzcamos al silencio en nuestro interior.
Él es la palabra que nos orienta y consuela, la
plenitud de nuestros anhelos, nuestra razón y sentido más allá de cualquier
frustración y dolor, la vida que engendramos misteriosamente cada día, quien lleva
nuestras cargas, quien nos da su fuerza, quien suple nuestras ausencias y
remedia nuestra indigencia con su amor. Él es el compañero de nuestra soledad,
la salud de nuestras heridas, nuestra abundancia en la pobreza, nuestro triunfo
en las batallas, nuestro gozo en la tribulación, nuestra gloria en la
humillación. Él susurra en nuestro oído palabras de amor y fidelidad, siempre,
sin arrepentimiento, sin mengua… aquí y ahora. Y lo espera todo de ti, quiere
recibir igualmente todo de ti, en la fugacidad de la existencia, en el único
tiempo que se nos ha dado vivir. Sta. Teresa
de Avila
Para buscarle y esperarle en fe y en amor, despojados de todo y abrazados a Él; para la paciente transfiguración que anticipa el encuentro; para entregar, soñar, trabajar, sufrir y gozar, orar y alabar; para que nuestra vida se derrame como perfume de nardo a sus pies; para vivir su vida y amar sus amores; para morir su muerte y arrojarnos al abismo eterno de su amor, no tenemos más que el ‘aquí y ahora’ de nuestra preciosa e irrepetible existencia:
«Mi vida es un
instante, una efímera hora, momento que se evade y que huye veloz. Para amarte,
Dios mío, en esta pobre tierra, no tengo más que un día: ¡solo el día de hoy!»
Teresa del Niño Jesús.