2021 AÑO B DOMINGO DE RAMOS
La entrada de Jesús a Jerusalén no es solo un evento histórico, sino una parábola en acción. Dios corteja a su ciudad: viene como un Rey mendigante, tan pobre que entra sobre un borriquito. Es el todopoderoso humilde, que no se impone, se propone.
Bendito el que viene.
Es extraordinario poder decir: Dios viene. En este país, en estas calles, en
nuestras casas, vuelve Dios. Se acerca, está en la puerta. La Semana Santa
viene hacia nosotros lentamente, cada día con sus signos, símbolos y su luz. El
ritmo del año litúrgico se ralentiza, podemos seguir a Jesús día a día, casi
hora a hora. Lo más santo que podemos hacer es quedarnos con él: Los hombres y las mujeres acuden a Dios en
su sufrimiento, lloran pidiendo ayuda, piden pan y consuelo. Los cristianos en
esta semana santa estamos cerca de Dios en su sufrimiento.
Son días para estar
cerca de Dios en su sufrimiento: la pasión de Cristo aún se consume, vive, en
las infinitas cruces del mundo, donde podemos estar junto a los crucificados de
la historia, dejarnos herir por sus heridas, sentir dolor por el dolor de la
tierra, de Dios, del hombre, para sufrir con ellos y traer consuelo.
No pensemos en un
rechazo gratuito y malévolo. Fariseos, escribas y sacerdotes no eran gente
depravada, que se opusieron a Jesús porque era bueno. Eran gente religiosa que
pretendía ser fiel a la voluntad de Dios, que ellos encontraban en la Ley.
También para Jesús era prioritaria la voluntad del Padre, pero no la buscaba en
la Ley sino en el hombre.
Lo que nos importa a
nosotros es descubrir las poderosas razones que Jesús tenía para seguir
diciendo lo que tenía que decir y haciendo lo que tenía que hacer, a pesar de
que estaba seguro de que eso le costaría la vida.
Su muerte fue
consecuencia de su vida. No fue una programación por parte de Dios para que su
Hijo muriera en la cruz y de este modo nos librara de nuestros pecados. Jesús
tomó sus propias decisiones. Gracias a que esas decisiones fueron las
adecuadas, de acuerdo con las exigencias de su verdadero ser, nos ha marcado a
nosotros el camino de la verdadera salvación.
La cruz puede desorientar,
pero si persisto en quedarme cerca de ella como la madre y las mujeres, mirándola
como el centurión, experto en la muerte, seguro que no lo entenderemos todo,
pero nos surgirá una convicción de que es el primer grito de un mundo nuevo.
En la cruz vemos a un
Dios que muere por amor. En eso consiste la fe cristiana: es un acto de amor
perfecto. Un Dios que da la vida a pesar de la muerte; cuyo poder es servir en
lugar de esclavizar; superar la violencia no añadiéndole más violencia, sino
asumiéndola.
Decía Karl Rahner: "Para saber quién es Dios sólo tengo
que arrodillarme al pie de la Cruz".
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