TIEMPO DE CUARESMA IV
La parábola del hijo
pródigo es una gran composición y demuestra una gran sabiduría. Nos habla de
tres actitudes que se dan en cada uno de los seres humanos. Todos somos ese
hijo menor que se deja llevar por su rebeldía. También ese hijo mayor que
cumple normas, sin que éstas le cambien por dentro. Pero todos estamos llamados
a ser ese Padre bueno que acoge, que sabe reconocer como hijo tanto al que
viene vestido de harapos como al que permanece en casa, pero con el corazón
helado: llamados a ser Padre bueno con nosotros mismos y con nuestros
semejantes.
Primera foto:
Un padre tenía dos hijos, esto provoca tensión: las historias de los hermanos
nunca son fáciles, a menudo cuentan dramas de violencia y mentira, recuerdan a Caín
y Abel, Ismael e Isaac, Jacob y Esaú, José y sus hermanos, y el dolor de los
padres. Un día el hijo menor se va lejos de su padre, en busca de sí mismo, con
parte de la herencia. El padre no se opone, lo deja ir, aunque tema que le
hagan daño: ama la libertad de sus hijos, la celebra, la sufre. Un hombre
justo.
Segunda foto:
El joven inicia el camino de la libertad, fuera de la casa paterna, pero sus
elecciones revelan desorientación (“despilfarró sus bienes viviendo disolutamente”).
Una ilusión de felicidad: y sin darse cuenta el príncipe rebelde se ha
convertido en sirviente. El hambre le hace volver en sí, la dignidad humana
perdida, el recuerdo de su padre le hace pensar: “¡cuántos asalariados en la
casa de mi padre, cuánto pan!”. Y decide volver, no como un hijo, sino como uno
de los sirvientes: no busca un padre, busca un buen amo; no vuelve por culpa,
sino por hambre; no vuelve por amor, sino porque muere. Pero a Dios no le
importa los motivos, el primer paso le basta.
Tercera foto.
El padre, eternamente abierto a la espera, “ve que aún estaba lejos”, y
mientras el hijo camina, él corre. El padre no culpa, sino que abraza; para él,
perder un hijo es una pérdida infinita. Le pone el vestido, el anillo de hijo,
las sandalias, el banquete de alegría y fiesta.
Ultima escena.
El hijo mayor está regresando del trabajo. El hombre oye la música, pero no
sonríe: no tiene la fiesta en el corazón. Buen trabajador, obediente pero
infeliz. No ama las cosas que hace, y no hace las cosas que ama: siempre te he obedecido y ni siquiera...
cuerpo en casa, pero el corazón ausente, el corazón en otra parte. Y el padre,
que busca hijos y no sirvientes, le ruega suavemente que entre: la vida está
sobre la mesa. El final está abierto.
Este es nuestro Dios: un
padre abrazando al sinvergüenza de su hijo que ha vuelto a casa lleno de
miseria. Jesús con una simple parábola es capaz de mostrarnos la índole de
Dios, el corazón del Abbá, y muestra el amor incondicional que siente por sus
hijos.
La conversación con el
hijo mayor exhortándole a trascender el mundo de la justicia fría y abrazar los
dictados del corazón. Llama la atención la sutileza del diálogo entre ellos. El
hijo mayor le dice: “ese hijo tuyo, que ha devorado tu hacienda con
prostitutas” y el padre le contesta: “porque este hermano tuyo estaba muerto, y
ha vuelto a la vida; estaba perdido, y ha sido hallado”. La buena noticia es
que Jesús nos ha mostrado cómo es Dios para nosotros, y resulta que es mucho
mejor que lo que nadie había sido capaz de imaginar.
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