EUCARISTÍA,
CRUZ Y MARÍA
Lectura del santo
evangelio según san Juan (Jn 3, 14-21)
En
aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en
el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que
cree en él tenga vida eterna. Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo
único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida
eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para
que el mundo se salve por él. El que cree en él no será juzgado; el que no cree
ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. El
juicio consiste en esto: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la
tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra
perversamente detesta la luz y no se acerca a la luz, para no verse acusado por
sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se
vea que sus obras están hechas según Dios».
Éste es el tema de
nuestra tercera predicación cuaresmal. Eucaristía y Cruz, y hoy recordaremos a
la Virgen al pie de la cruz, su “indisoluble vínculo”.
La Eucaristía anuncia y
celebra, hace memoria, de la salvación obtenida por Cristo con su muerte en
Cruz y su resurrección.
Hoy, como a Nicodemo en
la noche, en la oscuridad del mal y del pecado, se nos invita a mirar el luminoso amor que Dios nos regala en su
Hijo Jesucristo, pero éste crucificado.
Tres pequeñas pistas:
1- Dios ha amado tanto al mundo…: cuántos juicios y prejuicios sobre un
Dios lejano e insensible. ¿No será quizás que le atribuimos a Él lo que son por
el contrario nuestras responsabilidades?
2- La luz ha venido al mundo, pero los hombres han preferido las tinieblas:
Llamados a escoger siempre la luz. ¿Cuantas tinieblas rodean nuestras jornadas?
- Quien obra la verdad viene a la luz. No tiene temor de mostrarse quien
obra por aquello que es. No se le pide al hombre ser infalible. Sencillamente
que sea hombre. ¿Somos capaces de vivir nuestra debilidad como lugar de
encuentro y de apertura a Dios y a los otros, deseosos como yo de trabajar
fielmente en su espacio y en su tempo?
Clave de lectura:
vv. 14-15. Y como
Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del
hombre para que todo el que crea tenga en Él la vida eterna. Para los hijos de Israel, mordidos por
serpientes venenosas en el desierto, Moisés ofreció una posibilidad de salvarse
fijando la vista en una serpiente de bronce.
Si el hombre consigue levantar la
cabeza y mirar en alto, Dios
prepara para él una alternativa. La cruz levantada no obliga, está allí, a disposición.
Escogiendo una mirada, un encontrarse, una nueva oportunidad… el Hijo del
hombre en el desierto del mundo será levantado sobre la cruz como signo de
salvación para todos aquéllos que sientan la necesidad de continuar viviendo y
no se abandonen a mordidas venenosas de preferencias erróneas.
Cristo está allí: maldito para el que no tiene fe, bendito para el que
cree. Un fruto que escoger, colgado del leño de la vida. También nosotros como
los israelitas en el desierto hemos sido “mordidos” por tantas serpientes y
tenemos necesidad de mirar a la serpiente de bronce levantada sobre el madero
para no morir: Quien cree en Él tiene
vida eterna.
Porque tanto amó Dios al mundo que
dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que
tenga vida eterna. El amor
con que Dios nos ama es un amor de predilección, un amor tangible, un amor que
habla… ¿Podía venir directamente el Padre? Sí, ¿pero no es más grande el amor
de un padre que da a su hijo? Toda madre pudiendo escoger, prefiere morir ella
antes que ver morir a un hijo. ¡Dios nos ha amado hasta tal punto de ver morir
a su Hijo!
Porque Dios no ha enviado a su Hijo
al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. Un Dios capaz de juicio perfecto manda al Hijo,
no para juzgar, sino para ser lugar de salvación. Verdaderamente es necesario
suspender todo pensamiento y sentirse anonadado frente a tanto amor. Sólo quien
ama puede “juzgar”, esto es, “salvar”. Él conoce la debilidad del corazón
humano y sabe que su imagen ennegrecida tiene la posibilidad de volver a ser
nítida, no hay necesidad de rehacerla. La lógica de la vida no conoce la
muerte: Dios que es vida no puede destruir lo que Él mismo ha querido crear, se
destruiría de algún modo a sí mismo.
Y el juicio está en que la luz vino
al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras
eran malas. Pues todo el que obra el mal aborrece la luz y no va a la luz, para
que no sean censuradas sus obras. El único juicio que abarca
a toda la humanidad es la llamada a vivir en la luz. Cuando el sol sale, nadie
puede substraerse a sus rayos…y así también los hombres. Cuando Cristo nace,
ninguno puede substraerse a esta luz que todo lo inunda. Pero los hombres se
han construidos casas para poder escapar de la luz del Amor que se expande por
doquier, casas de egoísmo, casas de oportunidad. Han perforado túneles y
escondrijos para continuar libremente haciendo sus obras. ¿Puede una obra falta
de luz dar la vida? La luz de la existencia tiene una sola fuente: Dios. Quien
se aparta de la luz, muere.
Pero el que obra la verdad, va a la
luz, para que quede de manifiesto que sus obras están hechas según Dios. Todo lo que cae bajo los rayos del amor eterno, se viste de luz, como
sucede en la naturaleza. Parece que todo sonríe cuando sale el sol. Y las cosas
que durante el día son familiares y bellas, de noche toman formas que infunden
temor por el solo hecho de no ser visibles. El sol no cambia la forma, pero la
exalta en su belleza, Quien vive la verdad de sí mismo y acoge su fragilidad
como parámetros de su ser hombre, no tiene temor de la luz, porque no tiene
nada que esconder. Sabe que como criatura cuenta con la límitación, pero esto
no disminuye la grandeza de su obrar.
Si el hombre prefiere mirar a tierra y estar en el desierto de su “me basto
solo”, Dios de todos modos se ofrece a su mirada. La condena no pertenece a
Dios, sino la escoge el hombre. Puedo no vivir junto al calor, soy libre de
hacerlo. Pero esto conlleva el tener que procurarme otra clase de calor, si me
quiero calentar. Con el riesgo de pasar frío, enfermedad, fatiga…. Con la
palabra gratuidad explota la luz: todo se convierte en posibilidad y ocasión.
Al menos la vida se acrecienta y el gozo cubre de belleza toda cosa…
El mismo Jesús nos hace
levantar la cabeza para mirar a la Cruz y encontrar en ella el signo del amor de Dios para nosotros,
su deseo de salvar al mundo y no condenarlo. Jesús cita, en el evangelio que acabamos
de escuchar, la experiencia del pueblo de Israel en el desierto cuando por su
infidelidad la muerte se apodera del pueblo en aquellas mordeduras de
serpientes (Nu 21, 4-9).
Dios prepara, como
siempre, una solución ante esta situación trágica para su pueblo.
Dios nos ofrece la
imagen de Cristo Jesús elevada en lo alto de la Cruz como el lugar donde fijar
nuestra mirada, poner nuestra confianza y recomponer la Alianza. La Cruz es
nuestro antídoto contra la mordedura del mal y al mismo tiempo el lugar donde
se firma de nuevo el pacto, esta vez pagado y sellado a un alto precio: la
Sangre de Cristo (cf. 1 Pe 1,19).
Ésta es la señal de la
nueva Alianza: Cristo levantado en la cruz. Como Israel, mordido por la
serpiente del pecado, alza con toda la humanidad la mirada hacia la cruz de
Cristo, con la confianza de que si miras quedarás curado, si crees tendrás vida
eterna. Ésta es la respuesta de Dios al hombre cuando rompe la Alianza.
Eucaristía y Cruz
El papa Benedicto XVI en
el rezo del Ángelus en septiembre de 2005, unos días antes de la celebración de
la Exaltación de la Santa Cruz. En esta breve predicación se hace patente la
relación entre Eucaristía y Cruz, no sólo en la vida del sacerdote sino de todo
el Pueblo de Dios.
Hoy
podemos meditar en el profundo e indisoluble vínculo que une la celebración
eucarística y el misterio de la cruz. En efecto, toda santa misa actualiza el
sacrificio redentor de Cristo. Al Gólgota y a la “hora” de la muerte en la cruz
«vuelve espiritualmente todo presbítero que celebra la santa misa, junto con la
comunidad cristiana que participa en ella».
- Por tanto, la
Eucaristía es el memorial de todo el misterio pascual: pasión, muerte, descenso
a los infiernos, resurrección y ascensión al cielo, y la cruz es la conmovedora
manifestación del acto de amor infinito con el que el Hijo de Dios salvó al
hombre y al mundo del pecado y de la muerte.
Por eso, la señal de la
cruz es el gesto fundamental de nuestra oración, de la oración del cristiano.
Hacer la señal de la
cruz —como hacemos con la bendición— es pronunciar un sí visible y público a
Aquel que murió por nosotros y resucitó, al Dios que en la humildad y debilidad
de su amor es el Todopoderoso, más fuerte que todo el poder y la inteligencia
del mundo.
- Después de la
consagración, la asamblea de los fieles, consciente de estar en la presencia
real de Cristo crucificado y resucitado, aclama: “Anunciamos tu muerte,
proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!”. Con los ojos de la fe la
comunidad reconoce a Jesús vivo con los signos de su pasión y, como Tomás,
llena de asombro, puede repetir: “¡Señor mío y Dios mío!”.
- La Eucaristía es
misterio de muerte y de gloria como la cruz, que no es un accidente, sino el
paso a través del cual Cristo entró en su gloria y reconcilió a la humanidad
entera, derrotando toda enemistad. Por eso, la liturgia nos invita a orar con
confianza y esperanza: ¡Quédate con nosotros, Señor!
Eucaristía,
Don de Dios, salvación en Cristo
Eucaristía, don de
Jesucristo; Eucaristía y caridad; Eucaristía y verdad del amor, esencia del
mismo Dios. Sacramento de la caridad, la Santísima Eucaristía es el don que
Jesucristo hace de sí mismo, revelándonos el amor infinito de Dios por cada
hombre. En este admirable Sacramento se manifiesta el amor «más grande», aquel
que impulsa a «dar la vida por los propios amigos» (cf. Jn 15,13). En efecto,
Jesús «los amó hasta el extremo» (Jn 13,1).
Con esta expresión, el
evangelista presenta el gesto de infinita humildad de Jesús: antes de morir por
nosotros en la cruz, ciñéndose una toalla, lava los pies a sus discípulos. Del
mismo modo, en el Sacramento eucarístico Jesús sigue amándonos «hasta el
extremo», hasta el don de su cuerpo y de su sangre. ¡Qué emoción debió embargar
el corazón de los Apóstoles ante los gestos y palabras del Señor durante
aquella Cena! ¡Qué admiración ha de suscitar también en nuestro corazón el
Misterio eucarístico!”.
En particular, Jesús
nos enseña en el sacramento de la Eucaristía la verdad del amor, que es la
esencia misma de Dios. Ésta es la verdad evangélica que interesa a cada hombre
y a todo el hombre.
Por eso la Iglesia,
cuyo centro vital es la Eucaristía, se compromete constantemente a anunciar a
todos, «a tiempo y a destiempo» (2 Tim 4,2) que Dios es amor.
Precisamente porque
Cristo se ha hecho por nosotros alimento de la Verdad, la Iglesia se dirige al
hombre, invitándolo a acoger libremente el don de Dios.
EUCARISTÍA
Y MARÍA AL PIE DE LA CRUZ
María, presente en el
Calvario junto a la cruz, está también presente, con la Iglesia y como Madre de
la Iglesia, en cada una de nuestras celebraciones eucarísticas. Por eso, nadie
mejor que ella puede enseñarnos a comprender y vivir con fe y amor la santa
misa, uniéndonos al sacrificio redentor de Cristo. Cuando recibimos la sagrada
comunión también nosotros, como María y unidos a ella, abrazamos el madero que
Jesús con su amor transformó en instrumento de salvación, y pronunciamos
nuestro “amén”, nuestro “sí” al Amor crucificado y resucitado
Ciertamente es misteriosa la presencia de María en este momento.
Desde el punto de vista humano y sentimental era cruel haberla conducido
allí. Cruel para los dos. Para Cristo tuvo que ser un consuelo sereno
sentirse acompañado por ella, pero también fuente de enorme dolor
compartir el dolor de su madre.
Evidentemente esta presencia tiene algún sentido mayor que el de
la pura compañía. Debe de haber alguna razón teológica para esta
«llamada». Algún sentido ha de tener esta vertiginosa e inesperada manera
de introducir a María en el mismo corazón del drama de la redención del
mundo.
Nos
dio hasta su Madre. A María le dijo:
"Ahí tienes a tu hijo". Como diciéndole: Acompaña a cada uno de mis
discípulos, vive con él. Y María se tomó muy en serio esta nueva misión, aceptó
esta nueva maternidad, como fruto del nuevo amor que había madurado en ella
junto a la cruz por medio de su participación en el amor redentor de su Hijo. Y
al discípulo, Jesús le dijo: "Ahí tienes a tu madre". Y el discípulo
lo entendió muy bien: la recibió como algo propio, como una herencia preciosa.
Jesús nos lo ha dado
todo, hasta incluso su vida, y nos dio lo que más quería, su Madre. María nos
enseña a ser madres. Vivir con amor, y amor maternal: ese amor que implica todo
el ser, que entrega la vida para dar vida al hijo, que se desvela por atender
sus necesidades, que es incondicional, protector y cariñoso. Como el de María
hacia Jesús.
María enseña a la
Iglesia el arte del acompañamiento, como enseña el papa Francisco, acompañar
supone, primero, valorar profundamente a las personas, "quitarse las
sandalias ante la tierra sagrada del otro". Y, después, caminar el ritmo
sanador de la proximidad, con una mirada respetuosa y llena de compasión pero
qué al mismo tiempo sane, libere y aliente a madurar en la vida
cristiana".
l. Armonizar la
justicia con la ternura: la humildad y la ternura no son virtudes de los
débiles sino de los fuertes, que no necesitan maltratar a otros para sentirse
importantes.
2. Armonizar la
contemplación con la disponibilidad hacia los otros. María sabe reconocer las
huellas del Espíritu de Dios en los grandes acontecimientos y también en
aquellos que parecen imperceptibles. La más alta cumbre del amor es dar la vida del hijo. (Mons. Bougaud).
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