2020 AÑO A TIEMPO ORDINARIO XVI
El Evangelio de hoy nos presenta una
convicción y es que lo bueno y lo malo, la buena semilla y las malas hierbas,
la cizaña, están enraizadas en nuestro pedazo de tierra. Es de una viveza
exquisita la forma en que se mueven los protagonistas de la parábola: el dueño
de la finca, que siembra buena semilla; un misterioso enemigo que trabaja en la
noche, y cuyo rostro no podemos ver; y unos labradores que se sienten
impotentes ante el avance de la cizaña. Ellos, proponen una solución errónea y
desproporcionada para acabar con el mal: arrancarlo de raíz, sin ser
conscientes que de esa manera iban a morir muchas espigas de buen trigo. Es,
como muchas veces queremos extirparlo, “matando moscas a cañonazos”. ¿Quién
distingue perfectamente -al ser casi iguales- el trigo de la cizaña?
Nuestra primera reacción, instinto ante
las malas hierbas es siempre arrancar, erradicar de inmediato lo que es pueril,
incorrecto, equivocado. Si lo arrancamos estaremos bien y produciremos
fruto.
La solución de Dios, el dueño del
campo de la parábola, está en controlar los tiempos, creyendo en la fuerza del
bien; su poder no es omnipotencia, sino confianza en los efectos que sus ritmos
producen en las personas. Hay que mirar con confianza evangélica la realidad,
respetando los procesos de lo humano, los ritmos lentos de las personas, los
momentos en que aprendemos y cambiamos.
La madurez no depende de grandes
reacciones inmediatas, sino de pensamientos positivos, de valores, de paciencia
que todo lo alcanza. Lo importante es florecer y dar fruto y producir aquello
que el Señor espera de nosotros. No solo preocuparse en ser perfectos y
eliminar toda imperfección posible y todos los problemas, sino dar fruto
sabroso y bueno. El Señor de la vida abraza la imperfección y no le preocupa la
fragilidad, sino la capacidad de dar buen trigo en el futuro.
No somos nuestros defectos, sino nuestros
frutos; por los frutos los
conoceréis. No somos creados a imagen del enemigo que actúa de noche, sino creados
a semejanza del Padre y su trigo bueno para hacer buen pan. No estamos en
el mundo para ser inmaculados, sino para caminar; no para ser perfectos,
sino fructíferos. El bien es más importante que el mal, la luz cuenta más
que la oscuridad, una espiga de trigo vale más que todas las malas hierbas del
campo. Es el Evangelio de lo positivo.
El valor de lo pequeño: la semilla
de mostaza y la levadura: afianzan el valor de las cosas pequeñas. La
comparación sorprende por el desfase entre el pequeño comienzo (la pizca de
levadura y la diminuta semilla) y el gigantesco resultado final. Ahí está la
paciencia, la dinámica propia del crecimiento. Si respetamos los procesos de
crecimiento desde la confianza, entonces veremos sus frutos. La mostaza y la
levadura son una llamada a la esperanza, a confiar en la fuerza pequeña y
oculta que enreda y mueve lo humano y todos sus ritmos. También en estos
tiempos de virus, crisis y mal humor… ¿Seremos capaces de confiar en que Dios
conduce la Historia y sigue construyendo Reino? ¿Nos pondremos de su parte o
seremos de los que bloquean su proyecto?
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