2020
AÑO A TIEMPO ORDINARIO XV
El evangelio nos dice que Jesús hablaba a la gente:
“muchas
cosas en parábolas”. Las parábolas son un altavoz del Maestro, son sus
mismas palabras, sus mismos conceptos, los ejemplos sencillos que usaba para
hablar del Reino y de sus maravillas. Escucharlas es como escuchar el murmullo
del manantial, la fuente original, el momento inicial, el frescor primaveral
del Evangelio.
Las parábolas no son una alternativa o una
excepción, representan la manera de expresarse de Jesús, una manera alta y
brillante, es el lenguaje más refinado de Jesús. Jesús observaba la vida y las
parábolas nacieron. Tomó historias de la vida e hizo historias de Dios.
Hoy nos habla de la parábola del Sembrados y empieza
así: Salió
el sembrador a sembrar. Jesús imaginaba la historia, la creación, el
reino como una gran siembra: Compara la Palabra de Dios con la semilla. La
semilla es promesa de vida futura;
en ella, tan pequeña, se aprieta y
comprime la vida que, pero al enterrarla en la tierra se desarrollará y
dará mucho fruto. El secreto de la vida es germinar, brotar, madurar.
El sembrador puede parecer incauto, despreocupado
porque parte de la semilla cae sobre piedras, zarzas o el camino, y otra caerá
en tierra buena. A Jesús no le parecía incauto, sino todo lo contrario, la
semilla es la Palabra de Dios y ésta tiene que ser sembrada en todo tipo de
tierra; nadie es discriminado, nadie está excluido de la siembra divina. Él
mismo indica el significado de cada uno de estos terrenos y por qué la semilla
se malogra en ellos o da fruto abundante.
En algún momento de nuestra vida podemos llegar a
ser duros, con espinas, heridos, opacos, superficiales, pero es a nuestra
humanidad imperfecta a la que la palabra de Dios quiere llegar, y quiere
convertimos en tierra buena. Todos experimentamos que hay fuerzas en el mundo y
en mi corazón que se oponen a la vida, al renacer de nuevas esperanzas y
expectativas.
La parábola no explica por qué sucede esto, pero nos
habla de un sembrador confiado, cuya tenacidad no es defraudada, porque la
semilla está creciendo en el mundo y en mi corazón. El verbo más importante de
la parábola es: y dio fruto. Hasta
cien por uno. Y no es una exageración piadosa.
La ética evangélica no busca campos perfectos, sino
fructíferos. La mirada del Señor no descansa en mis defectos, que son las
piedras, caminos o zarzas, sino en el poder de la Palabra que ablanda los
terrones pedregosos, se preocupa por los nuevos brotes y lucha contra toda
esterilidad.
Jesús nos cuenta que Dios no viene como cosechador
de nuestros pocos cultivos, sino como el sembrador incansable de nuestras
tierras y matorrales.
Los campesinos, año tras año, cuidan sus tierras:
quitan las malas hierbas, sacan las piedras, remueven la tierra y la abonan. El
creyente ha de cuidar también con esmero su tierra, es decir su capacidad de
escucha evitando los ruidos que apagan la voz de Dios. Hay que escuchar con
corazón sencillo, con la docilidad de discípulo y “guardar” la Palabra que
implica abrazarla, cuidarla, respetarla y agradecerla.
No hay comentarios:
Publicar un comentario