2022
AÑO C SEGUNDO DOMINGO DE NAVIDAD
Los evangelios de la Navidad nos hablan del nacimiento de Jesús, visto desde abajo, desde una perspectiva terrenal. En cambio, el Evangelio de hoy mira "desde arriba" la entrada del Hijo de Dios en el mundo. Es una página solemne, que nos descubre las profundidades insondables de Dios. "En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba con Dios y el Verbo era Dios.
En el hijo de Dios, el Verbo encarnado que creó el
mundo está la vida, y la quiso comunicar a los hombres haciéndose carne, es
decir, haciéndose uno de nosotros; acogerlo implica volverse como Él, es decir,
hijos de Dios: en palabras de San Agustín, "el Hijo de Dios se hizo
hombre, para que los hombres se conviertan en hijos de Dios".
Aceptar a Jesús es una decisión libre. El don
incomparable de ser adoptados por Dios de niños no es automático y
generalizado; Dios no obliga a nadie a aceptarlo, ni lo desperdicia
entregándoselo a quienes no están interesados; para obtenerlo se necesita la
libre decisión de aceptar su Palabra hecha carne. Necesitamos la voluntad
positiva para reconocer a Jesús como el revelador del Padre, el camino para
llegar a él.
La Palabra, el Verbo, es la Fuerza que tiene Dios
para comunicarse. En esa Palabra había vida y había luz. Esa Palabra puso en
marcha la creación entera. Nosotros mismos somos fruto de esa Palabra
misteriosa. Esa Palabra ahora se ha hecho carne y ha habitado entre nosotros.
A nosotros nos sigue pareciendo todo esto demasiado
hermoso para ser cierto: un Dios hecho carne, identificado con nuestra
debilidad, respirando nuestro aliento y sufriendo nuestros problemas. Por eso
seguimos buscando a Dios arriba, en los cielos, cuando está abajo, en la
tierra.
No olvidemos que Cristo está en medio de nosotros.
Dios ha bajado a lo profundo de nuestra existencia, y la vida nos sigue
pareciendo vacía. Dios ha venido a habitar en el corazón humano, y sentimos un
vacío interior insoportable. Dios ha venido a reinar entre nosotros, y parece
estar totalmente ausente en nuestras relaciones. Dios ha asumido nuestra carne,
y seguimos sin saber vivir dignamente lo carnal.
También entre nosotros se cumplen las palabras de
Juan: «Vino a los suyos y los suyos no lo
recibieron». Dios busca acogida en nosotros, y nuestra ceguera cierra las
puertas a Dios. Y, sin embargo, es posible abrir los ojos y contemplar al Hijo
de Dios «lleno de gracia y de verdad». El que cree siempre ve algo. Ve la vida
envuelta en gracia y en verdad. Tiene en sus ojos una luz para descubrir, en el
fondo de la existencia, la verdad y la gracia de ese Dios que lo llena todo.
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