2022 AÑO C TIEMPO DE PASCUA.
ASCENSIÓN DEL SEÑOR
Con la ascensión de Jesús, con su cuerpo ausente, alejado de nuestra mirada y de nuestro tacto, comienza el anhelo del cielo. Se había encarnado en el vientre de una mujer, revelando el profundo deseo de Dios de ser hombre entre los hombres, y ahora, subiendo al cielo, lleva consigo nuestro deseo de ser Dios.
La ascensión al cielo
no es una victoria sobre las leyes de la gravedad. Jesús no se fue muy arriba o
a algún rincón remoto del cosmos. Ascender es ir a la profundidad del ser
humano, igual que descender es ir a la profundidad de la creación y de las
criaturas, y desde dentro presionar como una fuerza ascendente hacia una vida
más brillante. Jesús nos llama a esta navegación del corazón. Mover el corazón,
no el cuerpo.
El Maestro deja la
tierra un puñado de hombres y mujeres: de la multitud que lo aclamaba el
domingo de ramos, sólo quedaron once hombres asustados y confundidos, y un
pequeño núcleo de mujeres tenaces y valientes. Ellos lo siguieron durante tres
años por los caminos de Palestina, no entendían mucho, pero lo querían mucho.
Ahora Jesús puede volver al Padre, con la seguridad de haber encendido el amor
en la tierra.
Sabe que ninguno de
esos hombres y mujeres lo olvidará. Esa es la única garantía que necesita. Y
confía su Evangelio, y el sueño de los cielos nuevos y la tierra nueva, no a la
inteligencia del primero de la clase, sino a esa fragilidad en el amor.
Luego los condujo a
Betania y, levantando las manos, los bendijo. En el momento de la despedida,
Jesús extiende los brazos sobre los discípulos, los coge y los estrecha junto a
él, y luego los envía. Es su gesto final, definitivo; una imagen que cierra la
historia: sus brazos levantados en alto en una bendición sin palabras,
vigilando el mundo desde Betania, suspendido para siempre entre nosotros y
Dios. El mundo lo ha rechazado y matado, y él lo bendice.
Mientras los bendecía fue
llevado al cielo. Un gesto prolongado, continuado, sin prisas, un verbo
expresado en imperfecto para indicar una bendición que nunca se acaba,
inacabada; una bendición larga que flota en lo alto del mundo y muy cerca de nosotros:
Él con los ojos y las manos de los suyos, sigue bendiciendo el corazón y la
sonrisa, la ternura y la alegría repentina de las gentes. Esa alegría que llega
cuando sientes que nuestro amor no es inútil, sino que será cosechado gota a
gota, vivo para siempre. Que nuestro esfuerzo no es inútil, sino que produce el
cielo en la tierra.
Nuestro Dios ha
ascendido: no más allá de las nubes, sino más allá de las formas; no una
navegación celestial, sino una peregrinación del corazón: si antes estaba con
los discípulos, ahora estará dentro de ellos, fuerza ascendente de todo el
cosmos hacia la vida más brillante.
Hace ya mucho tiempo que lo hemos olvidado, pero
la Iglesia ha de ser en medio del mundo una fuente de bendición. En un mundo
donde es tan frecuente «maldecir», condenar, hacer daño y denigrar, es más
necesaria que nunca la presencia de seguidores de Jesús que sepan «bendecir»,
buscar el bien, hacer el bien, atraer hacia el bien.
Una Iglesia fiel a Jesús está llamada a
sorprender a la sociedad con gestos públicos de bondad, rompiendo esquemas y
distanciándose de estrategias, estilos de actuación y lenguajes agresivos que
nada tienen que ver con Jesús, el Profeta que bendecía a las gentes con gestos
y palabras de bondad.
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