domingo, 11 de octubre de 2020

2020 AÑO A 

TIEMPO ORDINARIO XXVIII

 

 Jesús conocía muy bien cómo disfrutaban los campesinos de Galilea en las bodas que se celebraban en las aldeas.  Este recuerdo vivido desde niño le ayudó en algún momento a comunicar su experiencia de Dios de una manera nueva y sorprendente.

Anuncia en la parábola una gran fiesta en la ciudad: el hijo del rey se va a casar.

Pero los invitados, gente seria, con los pies en la tierra, empiezan a poner excusas: tienen compromisos, negocios que concluir, no tienen tiempo para estas cosas: un banquete, fiestas, relaciones con los demás, amistades y afectos.

- La esencia de la parábola es ésta: Dios es como alguien que organiza un banquete, el mejor de los banquetes, y nos invita, y nos ofrece en el plato las condiciones para una vida buena, hermosa y alegre. El Evangelio afirma que la vida es y no puede ser más que una continua búsqueda de la felicidad, y Jesús tiene la clave para ello. Pero nadie va a la fiesta, el salón está vacío.

- La reacción del rey es dura al principio, pero también espléndida: porque envía a sus sirvientes a buscar en el cruce de caminos, en las periferias, en los suburbios, hombres y mujeres sin importancia, mientras tengan hambre de vida y de fiesta. Al igual que dio su viñedo a otros...

- Todos somos invitados a la fiesta, sin importar el mérito o la formalidad. No pidas nada, dona todo. Es hermoso este Dios que, cuando es rechazado, en lugar de bajar las expectativas, las eleva: ¡llama a todos! Se abre, se ensancha.

- De la gente importante de la ciudad pasa a los últimos de la fila: que entren todos, malos y buenos, justos e injustos, casa llena, escándalo para mi corazón de fariseo. Y entonces Dios desciende al banquete, es la imagen de un Dios cercano, que entra en el corazón de la vida. Dios no se encuentra lejos, separado, sentado en su trono como juez, sino está dentro de la sala del mundo, aquí con nosotros, como alguien que cuida de nuestra alegría, y se ocupa de ella.

- La segunda parte de la historia: un invitado no lleva el vestido de fiesta. Y lo echaron. Pero el vestido al que se refiere no es el que se lleva encima la piel, es el vestido del corazón. Es un corazón que vibra, que se ilumina, que sueña con el festín de la vida, que quiere creer, porque creer es un festín. También nosotros somos mendigos de la alegría y del amor del cielo.

- Podemos decir que Jesús entendió su vida entera como una gran invitación a una fiesta final en nombre de Dios. Por eso, Jesús no impone nada a la fuerza, no presiona a nadie. Anuncia la Buena Noticia de Dios, despierta la confianza en el Padre, enciende en los corazones la esperanza. Jesús era realista. Sabía que la invitación de Dios puede ser rechazada. Pero, según la parábola, Dios no se desalienta. El deseo de Dios es que la sala del banquete se llene de invitados. Por eso, hay que ir a “los cruces de camino”, por donde caminan tantas gentes errantes, que viven sin esperanza y sin futuro. La Iglesia ha de seguir anunciando con fe y alegría la invitación de Dios a todos sus hijos.

 

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