miércoles, 28 de julio de 2021


2021 JULIO MEDITACIÓN EUCARÍSTICA: 

EL GRITO DEL SILENCIO

 En esta tarde queremos sentirnos como Moisés ante la zarza ardiente, queremos postrarnos en el suelo. El fuego del Espíritu, el fuego del Amor arde en la Eucaristía aquí presente. Queremos sumergimos en el silencio. ¿Por qué el silencio? Porque es el canto más bello para la adoración.

Imaginemos la escena de Belén: todo está rodeado de silencio. A parte de la música celestial de los ángeles, María, José, los pastores, los Magos, no dicen una sola palabra. Su sorpresa es tan grande ante la belleza del Niño que no pueden decir nada. Y Él habla sólo con su sonrisa y con sus ojos. En sus ojos brilla la luz del cielo, y la luz es silenciosa.

Imaginemos la Pasión de Jesús. Durante la Pasión, Jesús calla. Sólo pronuncia unas cuantas palabras, sobre todo las siete palabras en la cruz: las últimas, su testamento. Pero hay un gesto que es más fuerte que todas las palabras, es una firma al final de todas las demás, al final del Evangelio: una palabra silenciosa, un gesto: su corazón traspasado por la lanza. Inmenso grito, silencioso. María y Juan no hablan: testigos silenciosos, todos están absortos por el misterio.

Y ahora Jesús, desde el santísimo sacramento nos habla y sigue caminando con nosotros. Sobre todo, con la Eucaristía. La adoración eucarística es misterio de silencio. Jesús nos espera. Nos escucha. Nos ama. ¿No es acaso el silencio el lenguaje más fuerte del Amor? El lenguaje de un corazón que está demasiado lleno, y al mismo tiempo demasiado herido de amor.

El silencio de la adoración es un silencio que ama y que escucha. Escucha porque ama. Ciertamente hay que aclamarlo, alabarlo, cantarlo. Pero después de haber cantado, tenemos que prestar oído, escuchar el silencio, quizá Él tiene algo que decirnos. Su voz discreta no se impone nunca sobre nuestros decibelios. Susurra y no lo escuchamos. Quedémonos aquí. Escuchemos esta bella historia:

EL GRITO DEL SILENCIO: Érase una vez un reino que era muy ruidoso; el chirrido de las máquinas, el estruendo de los cuernos y los gritos de las gentes lo llenaban todo y el ruido llegaba hasta los confines del mismo. Un año, el joven príncipe que había crecido en medio del ruido, declaró que el día de su cumpleaños quería oír el ruido más grande del mundo. Publicó un edicto diciendo que el día de su cumpleaños, a mediodía, todos los ciudadanos de su reino se reunirían delante del balcón del palacio y durante un minuto gritarían con toda la fuerza de sus pulmones.

En un rincón lejano del reino una mujer encontró el edicto ridículo y preocupante y dijo a su marido que mientras los otros gritaran, ella abriría simplemente la boca y haría como que gritaba. Se lo contó también a su mejor amiga y esta a otra y aquella a otra…

Cuando llegó la hora señalada, el reino, por primera vez en su historia, se calló. Y el joven príncipe escuchó, por primera vez en su vida, el canto de los pájaros, el murmullo del agua de los arroyos y el susurro del viento entre las hojas de los árboles... El príncipe lloró de alegría.

Nosotros también vivimos en el reino del ruido. Ruido en las calles, en las casas, en los coches y en los corazones. ¿Cuándo es la última vez que experimentamos la alegría de un profundo silencio? Cuanto más civilizados creemos ser más ruidos experimentamos.

Dicen que el silencio es precioso, pero ¿quién lo necesita? Hacemos cosas por dinero, por placer y otras muchas para matar el tiempo. Dicen que cuando Adán se aburría con la pacífica compañía de Dios, Dios dio cuerda al primer reloj. Desde ese momento, el reloj se ha convertido en nuestro tirano y marca el ritmo de nuestras vidas.

Jesús, en Mc 6, 30-34, invita a sus discípulos a un sitio tranquilo para descansar con Él. Este aparte, este tiempo de paz y oración, de quietud y descanso, es tan necesario como el respirar. Sin él podemos perder el centro. Donde está tu tesoro allí está tu centro. Y Dios es nuestro origen y nuestro destino. Nosotros, como los apóstoles, necesitamos un lugar y un tiempo para descansar, orar, escuchar y aprender de Jesús.

Cuando queremos conocer a alguien le preguntamos cómo se gana la vida. Soy maestro, bombero, oficinista, abogado… Y así pensamos que conocemos ya toda su vida. La mejor manera de conocer una persona es saber lo que hace en su tiempo libre. Más importante que lo que hacemos es saber quiénes somos cuando no hacemos nada. Nada de lo que nosotros podemos hacer nos hace más valiosos de lo que Dios ya nos ha hecho a cada uno. Amén.

 

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