Jesús continúa subiendo hacia Jerusalén. Pasó por
Samaria y Galilea. Cuando Jesús iba a entrar en una de las aldeas, diez leprosos
se le acercaron. Ellos gritaban de lejos a Jesús: “¡Jesús, maestro, ten compasión de nosotros!” Inmediatamente Jesús
se volvió hacia ellos y les dijo: “Id a
presentaros a los sacerdotes”. Al oír estas palabras, los leprosos fueron
al templo. Y a medida que
avanzaban por el camino fueron curados.
Que importante esta
anotación del evangelista: a medida que avanzan son curados... los diez
leprosos parten aún enfermos, y es el
viaje el que cura, la esperanza puesta
en acción se vuelve más poderosa que la
lepra, abre horizontes y nos aleja
de la naturaleza muerta.
El ser curados por el camino nos habla de una acción continua, lenta, progresiva;
paso a paso, un pie tras otro, poco a poco. La curación es tan paciente como el camino.
Al samaritano que regresa, Jesús le dice: ¡Tu fe te ha
salvado! El leproso samaritano no acude a los sacerdotes porque ha comprendido que la salvación no viene de
las normas y las leyes, sino de una relación
personal con él, Jesús de Nazaret. Se salva porque vuelve a la fuente, encuentra el manantial y se sumerge en él como en el mar.
Los otros nueve también
tuvieron fe en las palabras de Jesús, se pusieron en camino con confianza. ¿Dónde está la diferencia? Al que
volvió no le basta con curarse, necesita
la salvación, que es más que la salud, más que la felicidad. Una cosa es ser curado, otra es ser salvado:
en la curación se cierran las heridas,
en la salvación se abre el manantial, entras en Dios y Dios entra en ti, llegas al corazón profundo del ser.
Jesús deja escapar una
palabra de sorpresa: ¿No hay nadie más
que haya vuelto a dar gloria a Dios? Recuperemos
la actitud de acción de gracias. “Es de bien nacidos ser agradecidos”.
Existe una idea general
de desconfianza: nadie da nada gratis y
que toda intención aparentemente buena oculta algo. No sé si es verdad o
no, pero en nuestra «civilización mercantilista», cada vez hay menos lugar para lo gratuito. Todo se intercambia, se presta, se debe o se exige.
En este clima social la gratitud desaparece. A nadie se le regala nada.
Recuperar la gratitud puede ser el primer paso para sanar la relación con Dios. Agradecer es captar la grandeza de Dios
y su bondad insondable. Intuir que solo
se puede vivir ante Él dando gracias. Esta gratitud radical a Dios genera
en la persona una forma nueva de mirarse a sí misma, de relacionarse con las
cosas y de convivir con los demás.
El creyente agradecido
sabe que su existencia entera es don de
Dios. Las cosas que nos rodean y
las personas que encontramos por el camino
adquieren una profundidad antes ignorada; no están ahí solo como objetos que
sirven para satisfacer necesidades; son signos
de la gracia y la bondad del Creador; y a través de ellas se nos ofrece la
presencia invisible de Dios.
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