domingo, 11 de septiembre de 2022


 

2022 AÑO C TIEMPO ORDINARIO XXIV

 

El evangelio de hoy, es un canto a la misericordia de Dios. A su bondad. Hoy, al

escuchar la Palabra, nos sentimos abrumados. ¿Qué tenemos los hombres y mujeres, los seres humanos para que Dios se acuerde de nosotros? Ni más ni menos que somos creatura suya y, el Creador, no puede consentir que su obra se pierda, se derrumbe, se malogre o sea troceada por miles de circunstancias.

Una oveja se pierde, una moneda se pierde, un hijo se pierde. Casi se podría decir que son derrotas de Dios. En cambio, los protagonistas de las parábolas son un pastor que desafía al desierto, una mujer que no se rinde por la moneda que no encuentra, un padre atormentado, que no se rinde y no deja de mirar. Las tres parábolas de la misericordia son el evangelio del evangelio. Podemos perder a Dios, pero él nunca nos perderá a nosotros. Ninguna página llega a lo esencial de nuestra relación con nosotros mismos, con los demás, con Dios, como ésta.

El muchacho había salido de casa, joven y hambriento de vida, libre y rico, pero se encuentra como un pobre siervo disputando la amargura de las bellotas con los cerdos. Así que vuelve, dice la parábola, llamado por un sueño de pan (la casa de mi padre huele a pan...). No vuelve por amor, vuelve por hambre. No busca un padre, busca un buen maestro. No vuelve porque esté arrepentido, sino porque tiene miedo. Pero a Dios no le importa por qué nos ponemos en marcha. Basta con que demos un primer paso en la buena dirección. El hombre camina, Dios corre. El hombre se pone en marcha, Dios ya ha llegado.

Lo vio de lejos, se movió, corrió hacia Él, se echó a su cuello y lo besó. Con sólo dar un paso Él ya me ha visto y se ha conmovido. Yo empiezo y Él me espera al final. Yo digo: Ya no soy tu hijo, Él me tapa la boca, porque quiere salvarme de mi corazón de siervo y devolverme un corazón de hijo. El Padre está cansado de tener siervos en la casa en lugar de hijos. Por lo menos que el perdido que regrese sea un hijo para Él. Debemos dejar de amar a Dios como sumisos y volver a amarlo como hijos, entonces podremos entrar en la fiesta del Padre: porque no es el miedo lo que libera del mal, sino más amor; no es el castigo, sino el abrazo.

El Padre que todo lo abarca se reduce a ser nada más que esto: brazos eternamente abiertos, esperándonos en cada camino: la casa del Padre limita con cada casa nuestra. ¿Es el Padre de esta parábola "justo"? No, no es justo, pero la justicia no es suficiente para ser un hombre, y mucho menos para ser Dios. Su justicia consiste en recuperar a los hijos, no en remunerar sus actos. El amor no es justo, es una locura divina.

La parábola nos habla de un Dios escandalosamente bueno, que prefiere la felicidad de sus hijos a su fidelidad, que no es justo sino más bien, es exclusivamente bueno.

¿Es Dios así entonces? ¿Tan excesivo, tan exagerado? Sí, el Dios en el que creemos es así.

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