Abrimos la gran semana
santa, son días supremos, y el tiempo cambia de ritmo; acompañamos serenamente,
casi hora a hora, los últimos días de Jesús: desde la entrada en Jerusalén,
hasta la madrugada del domingo cuando la Magdalena ve la piedra del sepulcro abierta.
Aquel primer domingo de
ramos tenía lugar una magnífica procesión de poder. Era la gloria que viene por
la fuerza y las armas, por la autoridad. Poncio Pilato, el procurador romano,
se trasladaba temporalmente a la ciudad santa para congraciarse con los judíos
en sus fiestas de Pascua. Su séquito impresionaba hasta el extremo y reunía en
las calles principales a todo el pueblo.
Aquel primer domingo de
ramos, en la misma ciudad, en una de las puertas más humildes, se desarrollaba
otra procesión más discreta. Ridícula para algunos. Minoritaria. Un hombre
joven, subido en un pollino, llegaba para traer salud y esperanza, fraternidad
y servicio. Sin armas. Descalzo y sin orquestas. Con la música suave que
entonan los más sencillos…
En estos días que estamos
entrando, más allá de tradiciones religiosas, vuelve a ponerse frente a
nosotros un hombre que elige cómo va a jugarse su vida. No ha hecho otra cosa
en los últimos años sino arriesgarla. Se acercó a los lugares de pecado, muerte
e impureza; se sentó a la mesa de los menos buenos. Levantó sin miedo su voz y
anunció una misericordia desconocida y peligrosa. Habló con ternura a los
humildes, acogió a los niños, abrió caminos a las mujeres. Rechazó el lenguaje
religioso, legalista y oficial. Hablaba con las palabras del campo y del mar de
un Dios que, siendo Padre, parecía diferente. No tuvo miedo. O si acaso lo
tuvo, su confianza era más grande. Eligió los caminos, los discípulos, los
gestos, los términos, los amores. Y ahora, entrando a Jerusalén, tomaba la
decisión más importante de su vida.
También nosotros hoy,
como cada día, somos invitados a tomar partido. Porque ante Jesús no cabe la
indiferencia, como si fuera un personaje del pasado, ya silenciado. El
Nazareno, en esta Pascua, denuncia nuestras incoherencias, nos empuja a tomar
partido, a rescatar los principios en los que deseamos comprometernos del todo.
Sin miedo y con valentía. No todo vale lo mismo, no podemos vivir de una manera
superficial el único valor infinito que tenemos y que es la vida.
La cruz siempre se nos
impone sin que la busquemos. Y aparentemente bloquea nuestro camino, nuestra
ruta hacia el infinito que deseamos y merecemos. Pero con Jesús la cruz se
convierte en un faro que alumbra en medio de la noche. Indica dónde y cómo se
llega al puerto, a la orilla. No tiene una luz fija, sino frágil e
intermitente. La cruz, en este domingo de ramos, nos vuelve a señalar la meta,
la orilla de un Corazón que nos espera y en el que tenemos sitio.
El momento de la
crucifixión es inolvidable. Mientras los soldados lo van clavando en el madero,
Jesús dice: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que están haciendo». Así es
Jesús. Así ha vivido siempre: ofreciendo a los pecadores el perdón del Padre,
sin que se lo merezcan. Así está Dios en la cruz: no acusándonos de nuestros
pecados, sino ofreciéndonos su perdón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario