sábado, 29 de agosto de 2020


 



 2020 AÑO A TIEMPO ORDINARIO XXII

 Jesús pasó algún tiempo recorriendo las aldeas de Galilea. Allí vivió los mejores momentos de su vida. La gente sencilla se conmovía ante su mensaje de un Dios bueno y misericordioso. Los pobres se sentían defendidos. Los enfermos y desvalidos agradecían a Dios su poder de curar y aliviar su sufrimiento.

“Tenía que ir a Jerusalén”, era necesario anunciar la Buena Noticia de Dios y su proyecto de un mundo más justo, en el centro mismo de la religión judía. Era peligroso. Sabía que allí podría padecer mucho.

Pedro se rebela ante lo que está oyendo. Le horroriza imaginar a Jesús sufriendo. Sólo piensa en un Mesías triunfante. A Jesús todo le tiene que salir bien. Jesús reacciona con una dureza inesperada. Es muy peligroso lo que está insinuando. Por eso lo rechaza con toda su energía: «Apártate de mí Satanás». El texto dice literalmente: «Ponte detrás de mí». Ocupa tu lugar de discípulo y aprende.

Jesús ya no llama a Pedro «piedra» sobre la que edificará su Iglesia; sino piedra de tropiezo y obstáculo en el camino.

Los cristianos no podemos ir delante de Jesús sino detrás de él. Si alguien quiere venir a por mí ... Vivir una historia con él, tiene un comienzo tan ligero y liberador: si alguien quiere. Si queremos. Iremos o no con Él, podemos elegir, sin imposición. Pero las condiciones son vertiginosas:

- El primero: negarse a sí mismo. Ojo con malinterpretar. Negarse a sí mismo no significa anularse, aplastarse. Significa: dejar de pensar solo en nosotros mismos. Nuestro secreto no está en nosotros, está más allá de nosotros. Porque quien se mira sólo a sí mismo nunca se ilumina.

- La segunda condición: tomar la propia cruz y acompañarlo hasta el final. la cruz, este signo muy simple, solo dos líneas, se parece a un pájaro en vuelo, o al ser humano con los brazos abiertos. Una imagen familiar, que cuelga del cuello de muchos, que marca cumbres, cruces, campanarios, ambulancias. Pero su significado profundo está en otra parte. La cruz es una locura. Un "suicidio por amor". La cruz habla de pasión por Dios y por el hombre, consecuencia lógica.

Toma la cruz, con pasión, es apasionarse y sufrir juntos. Porque "donde pongas tu corazón ahí también encontrarás tus heridas".

Es el drama de Jeremías: Quería decir basta a Dios, ya terminé con él, es demasiado. Todos hemos sido Jeremías en algún momento de la vida.  Pero, como el profeta, “Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; has sido más fuerte que yo y me has podido”, “pero había en mis entrañas como fuego, algo ardiente encerrado en mis huesos. Yo intentaba sofocarlo, y no podía”. En nuestro corazón hay como un fuego, aunque tratemos de contenerlo, no podremos. Dejémonos arrastrar por este fuego y vivamos el reino de Dios ya aquí ahora.

miércoles, 26 de agosto de 2020



 

2020 NECESIDAD DE MUCHA FUERZA

ADORACIÓN EUCARÍSTICA

 

De nuevo nos encontramos delante de Jesús sacramentado y queremos pasar un momento de meditación y contemplación. Pero sabemos y descubrimos cada vez más, que la verdadera contemplación no depende de nosotros.

No somos nosotros la aurora; nosotros somos la tierra en espera del amanecer. La aurora es nuestro Dios, que pasa luego a ser alba, y más tarde el mediodía.

Nosotros somos la tierra que espera la luz, somos negra pizarra que aguarda el yeso blanco de un pintor que camina hacia nosotros con la tiza en la mano.

Siéntate y procura quedar inmóvil; siéntate y trata de esperar. Él viene siempre a tu encuentro. Deja a tus espaldas el tiempo y el espacio, el número, el concepto, la razón y la cultura, y mira hacia delante. Mira más allá de ti, más allá de tu incapacidad y de tus limitaciones, de tus problemas y espera. Dejemos que nuestro corazón, probado por el dolor y la oscuridad, por la prueba y el sufrimiento, no tenga esperanzas vanas. Deja que las lágrimas inunden la sequedad de tu fe. Resiste. No pienses en otra cosa: Dios está frente a ti. Dios viene a tu encuentro.

Contemplar no significa mirar, sino ser mirado. Sentirse mirado y amado a la vez por este Dios que nos ama y que no quiere y que pretende reforzar nuestra vida y nuestro testimonio. Dios está ahí, en Jesús sacramentado, y te mira.

Y cuando Él te mira te ama, y amándote te da lo que buscas: a sí mismo. ¡No podría haber otro don para quien ha buscado tanto! Nuestro corazón es insaciable. Sólo Dios nos basta.

Sí, Dios está ante ti y te mira. Y su mirar es creador, capaz de cosas imposibles.

Y al igual que en el Génesis dio existencia al cosmos con sólo mirar al caos y planear sobre las aguas corrientes, así mirándote y sonriéndote lleva a cabo la plenitud de la creación, que es el amor.

Sí, recupera el ánimo: Dios te ama.

Hoy necesitamos mucha energía y fuerza para ser testigos de Jesús en nuestro mundo secularizado, Requiere hombres y mujeres de Fe.

En esta experiencia de comunicación con Dios nos viene la intuición y el valor de poner en práctica de una manera creativa nuestras opciones. Queremos ser dóciles al Espíritu, que es don, fruto de humilde escucha de ese Espíritu.

Vivir nuestra Fe y nuestra Esperanza a la intemperie, expuestos a la prueba de la increencia y de la injusticia. La Fe no es algo adquirido de una vez, Puede debilitarse y hasta perderse, Necesita ser renovada, alimentada, fortalecida constantemente. La oración nos da nuestra propia medida y se revela únicamente a los pequeños.

sábado, 22 de agosto de 2020


 

2020 AÑO A TIEMPO ORDINARIO XXI

 

Hoy el Evangelio propone dos de las muchas preguntas que tejen el texto bíblico: ¿Quién dice la gente que soy yo? ¿Vosotros quien decís que soy?

La respuesta del pueblo es hermosa y errónea al mismo tiempo: ¡Dicen que eres un profeta! Una criatura de fuego y luz, como Elías; o el Bautista porque eres la boca de Dios y la boca del pobre. Pero Jesús no es un hombre del pasado que regresa. A él le interesa algo más profundo: Vosotros mis amigos ¿quién decís que soy yo? Vosotros que abandonasteis las barcas, que lleváis años conmigo, vosotros que sois mis amigos y que os he elegido uno a uno, ¿qué soy yo para vosotros?

En esta pregunta reside el corazón palpitante de la fe. Jesús no busca fórmulas ni palabras, busca relaciones (yo para ti). No quiere definiciones, sino implicaciones. Su pregunta se parece a la de los amantes: ¿Qué importancia tengo yo en tu vida? ¿Qué significo para ti?

Jesús no necesita nuestra respuesta para saber si es mejor que los demás maestros, sino para saber si Pedro está enamorado, si cada uno de nosotros le ha abierto su corazón. Cristo estará vivo, solamente si está vivo dentro de nosotros. Nuestro corazón puede ser la cuna o la tumba de Dios. Cristo no se identifica con mis palabras, sino en lo que arde dentro en mí.

La respuesta de Pedro está en dos niveles: Tú eres el Mesías, Dios que actúa en la historia; y luego, eres el hijo del Dios vivo. Hijo en la Biblia es un término técnico: es el que hace lo que hace el padre, quien se parece a él en todo, quien prolonga su vida. Eres el Hijo del Dios viviente, es equivalente a: Eres el Viviente.

Podríamos decir que es una declaración de amor de Pedro: ¡tú eres mi vida! Al encontrarte encontré la vida.

Ahora nos toca a nosotros responder a Jesús:

- Hasta qué punto toca nuestra vida concreta; como influye en nuestro obrar y actuar.

- Jesús ha cambiado nuestra vida y le ha dado un sentido nuevo.

Tenemos que reconocer que los cristianos, en general, solemos ser más teóricos que prácticos, que la fe en Jesús la hemos reducido a una bella teoría o a un recuerdo del pasado que nada nos dice a la vida.

Tu eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Iglesia edificada sobre el corazón del ser humano. Que el Señor nos ayude a ser sus testigos valientes, justos y coherentes.

miércoles, 19 de agosto de 2020


2020 MEDITACIÓN EUCARÍSTICA

TACONES LEJANOS

Dice la Escritura que Jesús se levantaba temprano para hacer oración. Lo hacía así para encontrar un poco de calma, porque Dios habla bajito y hace falta silencio para escucharle.

En esta tarde de adoración, el Señor quiere hablar con nosotros, contigo. Te quiere ayudar. Se cumplen todas las condiciones. Estamos en un sitio tranquilo y en un ambiente más silencioso.

Cuentan algunos que, en un santuario, había un grupo de chicas haciendo un rato de oración en la Capilla del Santísimo. Allí hay un crucifijo de gran tamaño, de bronce dorado, con una expresión de serenidad y viveza tan grande que parece que habla al que mira. Allí estaban estas chicas rezando en silencio, mientras que se oía a lo lejos el ruido que producían unas señoras que visitaban el Santuario: con el típico sonido que hacen los tacones lejanos. Hasta que ese grupo de mayores decidió inspeccionar la Capilla del Santísimo, donde las chicas empezaban a ponerse nerviosas por el trasiego de las señoras. Iban entrando a la Capilla, mientras abrían la puerta y cuchicheaban. Y una de ellas, que parecía ser la más enterada, refiriéndose al crucifijo dijo a media voz, pero perceptible a todo el mundo, no sólo a la persona que le estaba enseñando, dijo:

– Mira, ese es el Cristo que dicen que habla... Y en aquel momento, una de las chicas que había oído lo del «Cristo que dicen que habla», replicó con gracia:

– Señora, habla si ustedes le dejan.

Señor que te dejemos hablar en esta tarde. Que no nos impacientemos porque al principio no te oigamos, que no dejemos de intentarlo.

Ahora, Jesús te oye y te ve. Aunque tú no le veas, Él te ve. Aunque parezca que no le oyes, Él te oye. Porque Jesús se mueve, actúa, habla, mira, siente… Es bueno que sepamos que lo que nos preocupa o nos alegra Dios lo sabe. A Jesús le interesa mucho que le cuentes tú vida: porque de esa conversación salen cosas interesantes. Verás todo como lo ve Él. Que hables con Dios de Tú a tú, con tus propias palabras: pero sabiendo que lo importante es hablar menos y a escuchar más. Debemos esforzarnos por ir a la oración sin tacones, recogidos. Sin ruido interior. Tranquilos. Mirarle a él solo e imaginarnos a Jesús, a darnos cuenta de que está aquí.

Entonces, en la adoración, se produce un gran milagro: Jesús consigue que cambiemos de manera de pensar. Entramos muy enfadados con una persona y salimos solo enfadadillos. Empezamos agobiados con algo, un problema, una preocupación, y salimos más seguros. Así actúa Dios en el corazón de sus hijos.

La Virgen María nos da un consejo: «haced lo que Él os diga». Ayúdanos Madre nuestra a escucharle, y, sobre todo, a no dejar nunca la oración.

 

sábado, 15 de agosto de 2020

 

2020 AÑO A TIEMPO ORDINARIO XX

 El relato evangélico de hoy es impresionante. Pero esta mujer pagana demuestra su gran fe y su búsqueda perfecta del amor y todo lo hace por amor, porque el corazón de una madre nada puede detenerlo.

Esta mujer cananea y pagana, sorprende y convierte a Jesús: lo hace pasar de maestro de Israel a pastor de todas las realidades necesitadas y dolorosas del mundo.

La primera de sus tres palabras es una oración, la más evangélica, un grito: “Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David y de mi hija”. Y Jesús ni siquiera le dirige una palabra. Pero la madre no se rinde, y va detrás de Jesús y su grupo gritando y mostrando su dolor. Y provoca una respuesta, bastante distante y brusca: he venido solo para las ovejas de Israel.

La mujer frágil pero indomable, no se rinde; como cualquier madre de verdad que solo piensa en su hijo y en su bienestar. Se tira al suelo, bloquea el camino a Jesús y la segunda oración brota de su corazón: ¡Señor, ayúdame! Jesús sigue en su tozudez, tosco: “No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos”. Pero la fortaleza e inteligencia de las madres, la fantasía de su amor responde con prontitud: “Tienes razón, Señor; pero también los perritos se comen las migajas que caen de la mesa de los amos”. Aquí está el giro de la historia. La mujer no pretender estar sentada a la mesa del Reino, ya que no era judía, solo pretende alimentarse de las migajas que caen de la mesa. De una manera suave, la mujer demuestra una fe potente en el Dios de la vida, El Dios universal, no de tal religión o de otra, sólo del Dios que predicaba Jesús que no hacia diferencia entre todos sus hijos, blancos o negros, ricos o pobres etc.

Demuestra un Dios preocupado por el hambre de sus criaturas, por las necesidades que hay que satisfacer; El Dios de Jesús está más atento al dolor de los niños que a su creencia, que prefiere su felicidad a la fidelidad.

Jesús está como electrocutado y se conmueve: “Mujer, que grande es tu fe”. La que no va al templo, la que no lee las Escrituras, la que reza a los ídolos cananeos, es proclamada mujer de gran fe. No conoce el catecismo, pero demuestra que conoce a Dios desde dentro, lo siente palpitar en el fondo de las heridas del corazón de madre.

El dolor es sagrado, hay oro en todas las lágrimas, existe la compasión de Dios. Podrán parecer migajas, la ternura de Dios puede parecer pequeña, pero las migajas de Dios son tan grandes como el mismo Dios.

¡Qué grande es tu fe! Nos repite Jesús a cada uno de nosotros si nos dejamos llevar por los impulsos del corazón y de la ternura. Es la capacidad de la misericordia que debemos practicar siempre.

“Que se cumpla lo que deseas”, cuanto hay que aprender de esta mujer de las migajas.

viernes, 14 de agosto de 2020

 

 

2020 AÑO A SOLEMNIDAD DE LA ASUNCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA A LOS CIELOS

Celebramos la gran solemnidad de María Asunta a los cielos, quizá este año de forma diferente a causa del Covid-19, pero igual de intenso.

La Asunción de María al cielo en cuerpo y alma es el icono de nuestro futuro, una anticipación de un destino común para toda la humanidad. En el fondo está sugiriendo que Dios Padre, Creador no desperdicia ninguna de sus maravillas. El mismo cuerpo es imagen de Dios, es santo y tendrá, transfigurado, el destino preparado desde toda la eternidad.

La Asunción de María, mucho más que un privilegio exclusivo, es una indicación válida para todo ser humano. La lectura del Apocalipsis lo indica muy bien: vi una mujer vestida de sol, que estaba a punto de dar a luz, y un dragón. El signo de la mujer en el cielo evoca a Santa María, pero también a toda la humanidad, a la Iglesia de Dios, a cada uno de nosotros, que tenemos un corazón todavía vestido de sombras, pero hambriento del sol. 

Esta fiesta contiene nuestra vocación común:

- Absorber la luz, convertirnos en sus guardianes (vestida de sol), no somos la luz, pero estamos revestidos de ella para alumbrar.

- Ser portadores de la vida (estaba a punto de parir): nuestra misión es ser vida para los demás.

- Capaces de luchar contra el mal (el dragón). No ceder a la noche y a oscuridad, no ceder al mal. 

La fiesta de la Asunción nos llama a tener fe en el desenlace bueno y positivo de la historia: la tierra está preñada de vida y no vencerá la violencia; el futuro está amenazado, pero la belleza y vitalidad de la Mujer son más fuertes que la violencia de cualquier dragón

El Evangelio presenta la única página en la que dos mujeres son protagonistas, sin ninguna otra presencia que no sea la del misterio de Dios palpitando en el seno materno. En el Evangelio, las madres primero profetizan. «Bendita tú entre todas las mujeres y bendito el fruto de tu vientre». Primera palabra de Isabel, que guarda y extiende el juramento irrevocable de Dios en la Creación; y Dios los bendijo (Génesis 1:28). Esta bendición se extiende desde María a toda mujer, a toda criatura, a todo ser humano. La primera palabra, la primera germinación del pensamiento, el comienzo de todo diálogo fructífero es cuando sabes decirle al otro: bendito seas, decir bien de los demás.  Somos bendición para todos los que nos rodean. 

Y María responde con estas palabras: “Mi alma engrandece al Señor”. Magnificar significa hacerlo bien. Pero, ¿cómo puede una pequeña criatura hacer grande a su Creador? Hacemos grande a Dios en la medida en que le damos tiempo y corazón. Hacemos pequeño a Dios en la medida en que su presencia disminuye en nuestra vida. 

Santa María nos ayuda a caminar ocupados por el futuro del cielo que está en nosotros como un brote de luz. Habitar la tierra como ella, bendiciendo a las criaturas y engrandeciendo a Dios.

miércoles, 12 de agosto de 2020


 

2020 LUZ PARA ALUMBRAR

ADORACIÓN EUCARÍSTICA

En este día de adoración eucarística nos fijamos en Jesús luz del mundo. Necesitamos su luz para poder ver con claridad ante las dificultades de este momento histórico que estamos viviendo. La luz es necesaria no solo para ver el camino sino para evitar tropezar y entorpecer nuestra vida y la de las demás.

En el prólogo del evangelio de San Juan se nos dice que la Palabra vino a los suyos y los suyos no la aceptaron y esa Palabra era la luz del mundo. La luz no era para algunos pocos, sino para todo el mundo. Todo el mundo, tú y yo incluidos. Esta luz está disponible para todos aquellos que queramos aceptarla. Presente Jesús en la eucaristía le pedimos que sea él nuestra luz y brille sobre nuestras tinieblas. Que él sea la salvación para todos.

Jesús nos dice: “Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12). Y a sus discípulos no vaciló en decirles: “Vosotros sois la luz del mundo”.

Iluminados por Cristo, nos convertimos, pues, en iluminadores de los demás. Todos necesitamos que alguien nos ilumine, nos aconseje oportunamente, responda a nuestras dudas. La luz que debe brillar en nuestras vidas es la luz del testimonio, de la palabra acertada, de la entrega generosa.

Los cristianos estamos invitados formalmente a ser luz para los demás. Se trata de que seamos luz con nuestra vida, para los que nos rodean y nos ven. Se trata de que seamos testigos de esperanza y del verdadero sentido de la vida, en medio de una sociedad muy superficial en la que se está perdiendo el sentido de Dios, el sentido de lo último. Que seamos luz para tantas personas desorientadas, que viven en crisis, en la oscuridad o en la penumbra existencial.

Siguiendo a Cristo, somos hijos de la luz. Nos dice san Pablo: “despojémonos, pues, de las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz. Como en pleno día, procedamos con decoro… Revestíos del Señor Jesucristo” (Rom 13, 12-14).

Somos responsables de irradiar a Cristo-luz. Somos luz para el mundo, no para ocultarla en nuestro interior, volviéndola invisible.

Semejante luz no es para el propio uso solamente, para la autocomplacencia, sino para alumbrar el camino de los otros, para la sociedad, para el mundo. A fin de iluminar las cosas y los hechos humanos, puntualizando su medida, su sentido, su valor.

La Iglesia, es decir, nosotros, no somos propiamente la luz, porque solo Cristo es la luz. Pero la Iglesia debe ser el candelabro que sostiene en alto a Cristo-luz. Toda nuestra vida ha de hacer brillar la luz de Cristo, ayudando a los demás para que no se pierdan en la noche. El símbolo de la “luz” tiene sentido abarcador: toda la verdad, todo el bien, todo el amor, la vida resucitada. Todo ello, personificado en Cristo, y transferido a sus seguidores, que han de proyectarlo al mundo.  Que el mismo Jesús nos ayude a ser luz y a serlo cada vez más. Jesús vio cómo la creación se deslizó hacia la oscuridad, prefería la noche a la luz, eligió la lejanía de Dios en vez de su presencia.

Había una vez, hace cientos de años, en una ciudad de Oriente, un hombre que una noche caminaba por las oscuras calles llevando una lámpara de aceite encendida. La ciudad era muy oscura en las noches sin luna como aquella. En determinado momento, se encuentra con un amigo. El amigo lo mira y de pronto lo reconoce. Se da cuenta de que es Guno, el ciego del pueblo. Entonces, le dice:

-¿Qué haces Guno, tú ciego, con una lámpara? Si tú no ves.

Entonces, el ciego le responde: Yo no llevo la lámpara para ver mi camino. Yo conozco la oscuridad de las calles de memoria. Llevo la luz para que otros encuentren su camino cuando me vean a mi… No solo es importante la luz que me sirve a mí, sino también la que yo uso para que otros puedan también servirse de ella.

Cada uno de nosotros puede alumbrar el camino para uno y para que sea visto por otros, aunque uno aparentemente no lo necesite. Tenemos en el alma el motor que enciende cualquier lámpara, la energía que permite iluminar en vez de oscurecer. Está en nosotros saber usarla. El que alguien toque mi vida es un privilegio, tocar la vida de alguien es un honor, pero el ayudar a que otros toquen sus propias vidas es un placer indescriptible.

sábado, 8 de agosto de 2020

 

 

2020 AÑO A TIEMPO ORDINARIO XIX

 

Nos encontramos con el episodio de Jesús que se cerca a sus discípulos caminando sobre las aguas. Jesús está ausente al principio en esta travesía sobre el mar de Galilea. Más tarde, en plena noche se acerca a sus discípulos de una manera insospechada. Los discípulos no son capaces de reconocerlo en medio de la tormenta y la oscuridad de la noche. Les parece un “fantasma”. El miedo los tiene aterrorizados. Lo único real es aquella fuerte tempestad.

Jesús les dice tres palabras: “Ánimo. Soy yo. No temáis”. Solo Jesús les puede hablar así. Pedro, con su típica impetuosidad, quiere comprobar que es realmente Jesús y además que actúa en nombre de Dios. Pide acercarse a él caminando sobre las aguas. Pedro pretende una demostración de fuerza, que no sirve al bien de nadie. Los milagros de Jesús son siempre a favor de alguien, para curar, para dar de comer, para devolver la vida etc. Y, de hecho, el milagro no tiene éxito. Pedro empieza a caminar y en este preciso momento, justo cuando ve, oye, toca el milagro, comienza a dudar y a hundirse. Jesús le dice hombre de poca fe ¿por qué dudaste? Hay que confiar siempre en Dios, sin pretender los milagros facilones. Dios nunca se impone, Dios se propone.

Pero Jesús no deja que Pedro se hunda, a pesar del viento violento su mano fuerte lo agarra. Podemos apreciar un “crescendo”, como la escena llega, a través de las olas, de la tormenta y de las tinieblas, al momento culminante en que Jesús se manifiesta como salvador y protector.

Este es nuestro primer problema. Estamos viviendo la crisis de la Iglesia contagiándonos unos a otros el desaliento, el miedo y la falta de fe. No somos capaces de ver que Jesús se nos está acercando precisamente desde esta fuerte crisis. Nos sentimos más solos e indefensos que nunca.

Cuando Pedro es capaz de mirar al Señor y escuchar su palabra: ¡Ven !, se arriesgar a caminar sobre el mar, sobre las olas, a pesar de la tormenta. Pero cuando Pedro se mira a sí mismo, a las dificultades, a las olas, a las crisis, se atasca en la duda. Si contemplamos el obligo nos hundimos y fracasamos. Si miramos las dificultades, si mantenemos la mirada baja, fija en los escombros, si miramos nuestros complejos, los fracasos, los pecados, comenzamos el descenso a la oscuridad.

Pero si levantamos los ojos al cielo y confiamos y esperamos en Jesús él siempre nos sostiene y nos anima a continuar, a vivir, a sentir y a ser capaces de transformar las noches en días, las tinieblas en luz pura y verdadera. Aprendamos a caminar hacia Jesús en medio de la crisis: apoyándonos, no en el poder, el prestigio y las seguridades del pasado, sino en el deseo de encontrarnos con Jesús.

Este evangelio nos anima a no tener miedo, a confiar y si nos entran las dudas que no nos preocupemos, basta gritar a Jesús, en medio de la noche y él nos socorrerá y vendrá a nuestro encuentro. Esta crisis no es el final de la fe cristiana. Es la purificación que necesitamos para liberarnos de intereses mundanos, triunfalismos engañosos y deformaciones que nos han ido alejando de Jesús a lo largo de los siglos. Él está actuando en esta crisis. Él nos está conduciendo hacia una Iglesia más evangélica. Reavivemos nuestra confianza en Jesús. No tengamos miedo.

jueves, 6 de agosto de 2020



2020 ADORACIÓN EUCARÍSTICA

LA TRANSFIGURACIÓN DE JESÚS EN EL MONTE TABOR

 

Hoy que celebramos la transfiguración de Jesús ante sus apóstoles queremos meditar ante Jesús sacramentado el significado profundo de este acontecimiento.

Jesús había anunciado a los suyos la inminencia de su Pasión y los sufrimientos que había de padecer a manos de los judíos y de los gentiles. Y los exhortó a que le siguieran por el camino de la cruz y del sacrificio. Sin embargo, Jesús quiso que sus discípulos conocieran, de algún modo, la meta a la que se dirigen: “El arquero no lanza con acierto la saeta si no mira primero al blanco al que la envía. Y esto es necesario sobre todo cuando la vía es áspera y difícil. Y por esto fue conveniente que manifestase a sus discípulos la gloria de su claridad, que es lo mismo que transfigurarse, pues en esta claridad transfigurará a los suyos” (Sto. Tomás, Suma teológica).

Nuestra vida es un camino hacia el Reino de Dios. Pero es una vía que pasa a través de la cruz y del sacrificio y hasta el último momento tendremos que luchar contra corriente. Jesús no nos promete una vida fácil, sino una vida coherente, plena y en plenitud.

También a nosotros el Señor quiere confortarnos en esta tarde de adoración con la esperanza del Cielo que nos aguarda, sobretodo cuando el camino se hace costoso y asoma el desaliento. Pensar en lo que nos aguarda nos ayudará a ser fuertes y a perseverar. El paso del tiempo para el cristiano no es, en modo alguno, una tragedia; acorta, por el contrario, el camino que hemos de recorrer para el abrazo definitivo con Dios: el encuentro tanto tiempo esperado.

Pedro recordará hasta el final de sus días esta experiencia de la transfiguración. En una de sus Cartas, dirigida a los primeros cristianos para confortarlos en un momento de dura persecución, afirma que ellos, los Apóstoles, no han dado a conocer a Jesucristo siguiendo fábulas llenas de ingenio, sino porque hemos sido testigos oculares de su majestad… Éste es mi Hijo, el Amado, en quien tengo mis complacencias. Y esta voz, venida del cielo, la oímos nosotros estando con Él en el monte santo (2 Pdr 1, 16-18).

El rostro de Cristo resplandeciente como el sol, expresión de la luz más intensa. Como sucede con tanta gente buena que anda por nuestras calles que tienen rostros limpios, relucientes.

La presencia de Dios en nuestra vida es importante porque en las subidas a las montañas y en los momentos felices, y en los tristes, Él siempre está ahí. De diferentes maneras se hace presente, puede tocarnos de acuerdo a cómo nos sentimos porque nuestro Dios es personal y conoce el corazón humano.

Nuestra vida es como un monte en el que hay subidas y bajadas. La compañía es importante ya que puede cambiar mucho, si la montaña es muy pesada, el ascenso se hace más llevadero. Cuando se llega a la cima se disfruta el logro y, en la mayoría de los lugares, hay vistas preciosas en las que podemos contemplar las maravillas de Dios. Después de un camino difícil nos llega el tiempo de la recompensa.

En este día tan especial pidámosle al Señor que nos ayude a encontrarlo en nuestro camino para amarlo más y conocerlo mejor.

La actitud de Pedro es comprensible, porque inundado de la felicidad que le ha proporcionado la contemplación de Cristo transfigurado, propone hacer tres tiendas, una para Cristo, otra para Moisés y otra para Elí­as. Es la tentación que tantas veces nosotros también participamos, la tentación del bienestar, de la comodidad, del sentirnos bien y olvidamos la cruda realidad en la que muchas personas están sumergidas. Queremos con Jesús comprometernos a transfigurar este mundo, esta sociedad nuestra, tan colmada de si y que necesita una transformación radical.  

Queremos mantenernos siempre cerca de ti, Jesús, porque así nada nos hará verdaderamente daño: ni la ruina económica, ni la cárcel, ni la enfermedad grave..., mucho menos las pequeñas contradicciones diarias que tienden a quitarnos la paz si no estamos alerta.

Queremos ofrecer con paz el dolor y la fatiga que cada día trae consigo, con el pensamiento puesto en Jesús, que nos acompaña en esta vida y que nos espera, glorioso al final del camino.

domingo, 2 de agosto de 2020


2020 AÑO A TIEMPO ORDINARIO XVIII

Los discípulos, hombres prácticos, sugieren: "despide a la multitud para que vayan a las aldeas y se compren comida". Porque si Jesús no los despide, no se irán. Sin embargo, Jesús no despide a nadie, todo lo contrario, quiere a todos cerca de él, su deseo intimo es que nadie se separe de él. Al contrario, les dice a los discípulos “dadles vosotros de comer”.
La actitud de Jesús nos recuerda a la postura de una madre, y en definitiva nos dice quién es Dios: un Dios que nutre y alimenta cada ser vivo. Es algo habitual en Jesús el compartir las comidas con la gente desde Cana, pasando por la ultima cena y con los discípulos de Emaús.  
Tanto es así que él quiso que cada vez que repitiéramos el gesto de partir el pan y beber la copa de vino él estaría ahí para infundirnos fortaleza, vigor y ganas de vivir.
Las comidas de Jesús se caracterizan por el elemento fundamental del compartir. Con solo cinco panes y dos peces que alguien deposita en las manos de Cristo, se realiza le milagro de la multiplicación.  Solo hay que confiar y sin calcular y sin guardar nada para sí dieron de comer a más de 5.000 personas. Cinco panes y dos peces es poco, pero es todo, es solo una gota en el mar, pero es esa gota la que puede dar sentido a toda su vida.
Pero el gran milagro se realiza porque ese pequeño pan, esos pocos peces son suficientes para todos, suficientes porque son compartidos. Según una misteriosa regla divina, lo que compartes con los demás aumenta: cuando mi pan se vuelve nuestro, en lugar de disminuirlo, se multiplica. El milagro es que Dios detiene el hambre del mundo a través de nuestras manos cuando aprenden a dar. Tenemos la tierra, toda la tierra para alimentar, y es posible, siempre y cuando sea posible compartir.
Y finalmente: "Recogieron las sobras en doce canastas", una para cada tribu de Israel, una para cada mes del año. Todos comen y permanecen para todos y para siempre. Y las migajas también tienen valor, lo poco que eres y lo que tienes. Nada es demasiado pequeño para no servir a la comunión. Nada es demasiado pequeño de lo que haces con todo tu corazón, porque cada gesto 'total', sin medias tintas, por mínimo que sea, nos acerca al absoluto de Dios.
Hoy aprendimos que lo importante de la vida es ser solidarios y compasivos. Lo único que Jesús hizo en aquel lugar desértico fue «curar» y «dar de comer» a la gente.
La mirada compasiva sigue siendo la opción de los discípulos/as de Jesús. Más que nunca son necesarios los gestos de solidaridad que puestos en manos del Señor se multiplican en amor compasivo.