sábado, 4 de enero de 2025

2025 CICLO C

TIEMPO DE NAVIDAD II

El evangelista San Juan, nos presenta en este segundo domingo del tiempo de Navidad a ese Dios excelso que no deja sin embargo de mirar a la tierra. De ese Dios estrechamente vinculado a los avatares de sus criaturas que reclama para todas ellas la dignidad que se merecen. El Dios celeste no es un Dios alejado y extraño; se abaja para interesarse realmente por sus criaturas.

Siguen resonando en nuestros oídos, junto a los villancicos, los textos litúrgicos del día de la Navidad. Somos hijos en el Hijo acampado entre nosotros. Esa es nuestra dignidad. El Verbo, el Hijo Unigénito del Padre, la Palabra encarnada, nos ha revelado al Invisible. Ya lo dijo, en actitud humilde, el Bautista, su precursor: el que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo.

LA PALABRA ACAMPÓ ENTRE NOSOTROS. En ese breve enunciado se dice algo singular: Dios ha abandonado su cielo y ha venido a poner su tienda en nuestra historia con intención de no quitarla nunca más. Es una tienda montada para siempre, no con la brevedad de una acampada. A partir de ahora, quien quiera encontrar a Dios no tendrá salir en su búsqueda hacia un cielo exterior, sin que habrá que ahondar en la vida porque en su fondo Dios ha puesto su morada.

Si intuimos aquí una dimensión nueva de la fe, podemos pensar:

- Dios es vecino de nuestro barrio: se mueve por nuestras calles, apoya nuestras problemáticas vecinales. Solemos decir “cada uno en su casa y Dios en la de todos” para remarcar un cierto individualismo. Pero la segunda parte es interesante: “Dios en la de todos”.

- Dios es caminante de nuestras sendas: sean acertadas o equivocadas. Decimos, a veces, cuando nos inunda el desamparo: “Estamos dejados de la mano de Dios”. Nunca nos deja él de su mano y, menos todavía, cuando lo necesitamos más.

- Dios es de nuestra misma condición: decimos popularmente que “Dos que duermen en un colchón se hacen de la misma condición”. Dios “duerme” en nuestro colchón, se hace de nuestra misma condición. Eso es lo que queremos decir cuando hablamos de la encarnación del Señor.

Alegrémonos de que Dios haya tomado nuestra historia para construir en ella su morada. Él es distinto de nosotros, pero no está más lejos que nosotros. No temamos humanizar a Dios porque, cuanto más hondamente humano, más divino para nosotros.

Para adorar a Dios es necesario sentirnos criaturas, infinitamente pequeñas ante él, pero infinitamente amadas por él; admirar su grandeza insondable y gustar su presencia cercana y amorosa que envuelve todo nuestro ser. La adoración es admiración. Es amor y entrega.

Por otra parte, para adorar a Dios es necesario detenerse ante el misterio del mundo y saber mirarlo con amor. Quien mira la vida amorosamente hasta el fondo comenzará a vislumbrar las huellas de Dios antes de lo que sospecha. Solo Dios es adorable. Esta adoración a Dios no aleja del compromiso. Quien adora a Dios lucha contra todo lo que destruye al ser humano, que es su «imagen sagrada».

 

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