2025
CICLO C
TIEMPO
DE NAVIDAD II
El evangelista San Juan, nos presenta en
este segundo domingo del tiempo de Navidad a ese Dios excelso que no deja sin
embargo de mirar a la tierra. De ese Dios estrechamente vinculado a los
avatares de sus criaturas que reclama para todas ellas la dignidad que se
merecen. El Dios celeste no es un Dios alejado y extraño; se abaja para
interesarse realmente por sus criaturas.
Siguen resonando en nuestros oídos,
junto a los villancicos, los textos litúrgicos del día de la Navidad. Somos
hijos en el Hijo acampado entre nosotros. Esa es nuestra dignidad. El Verbo, el
Hijo Unigénito del Padre, la Palabra encarnada, nos ha revelado al Invisible.
Ya lo dijo, en actitud humilde, el Bautista, su precursor: el que viene detrás
de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo.
LA PALABRA ACAMPÓ ENTRE NOSOTROS. En ese
breve enunciado se dice algo singular: Dios ha abandonado su cielo y ha venido
a poner su tienda en nuestra historia con intención de no quitarla nunca más.
Es una tienda montada para siempre, no con la brevedad de una acampada. A
partir de ahora, quien quiera encontrar a Dios no tendrá salir en su búsqueda
hacia un cielo exterior, sin que habrá que ahondar en la vida porque en su
fondo Dios ha puesto su morada.
Si intuimos aquí una dimensión nueva de
la fe, podemos pensar:
- Dios es vecino de nuestro barrio: se
mueve por nuestras calles, apoya nuestras problemáticas vecinales. Solemos
decir “cada uno en su casa y Dios en la de todos” para remarcar un cierto individualismo.
Pero la segunda parte es interesante: “Dios en la de todos”.
- Dios es caminante de nuestras sendas:
sean acertadas o equivocadas. Decimos, a veces, cuando nos inunda el desamparo:
“Estamos dejados de la mano de Dios”. Nunca nos deja él de su mano y, menos
todavía, cuando lo necesitamos más.
- Dios es de nuestra misma condición:
decimos popularmente que “Dos que duermen en un colchón se hacen de la misma
condición”. Dios “duerme” en nuestro colchón, se hace de nuestra misma
condición. Eso es lo que queremos decir cuando hablamos de la encarnación del
Señor.
Alegrémonos de que Dios haya tomado
nuestra historia para construir en ella su morada. Él es distinto de nosotros,
pero no está más lejos que nosotros. No temamos humanizar a Dios porque, cuanto
más hondamente humano, más divino para nosotros.
Para adorar a Dios es necesario
sentirnos criaturas, infinitamente pequeñas ante él, pero infinitamente amadas
por él; admirar su grandeza insondable y gustar su presencia cercana y amorosa
que envuelve todo nuestro ser. La adoración es admiración. Es amor y entrega.
Por otra parte, para adorar a Dios es
necesario detenerse ante el misterio del mundo y saber mirarlo con amor. Quien
mira la vida amorosamente hasta el fondo comenzará a vislumbrar las huellas de Dios
antes de lo que sospecha. Solo Dios es adorable. Esta adoración a Dios no aleja
del compromiso. Quien adora a Dios lucha contra todo lo que destruye al ser
humano, que es su «imagen sagrada».
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