sábado, 12 de diciembre de 2020


 2020 AÑO B 

TIEMPO DE ADVIENTO III

 En este tercer domingo de adviento, donde ya hemos encendido la tercera vela, donde ya se aproxima la celebración del acontecimiento de la Navidad, el Dios que nace en medio de nosotros, aparece la simbología de la luz y es de las más sugerentes para comunicar la experiencia espiritual. Es la diferencia entre el día y la noche. Cuando se esconde el sol, nos replegamos en nuestras casas y las sombras de los problemas se vuelven más oscuras. A plena luz del día, el optimismo y la esperanza disipan los miedos y nos ponen en marcha. Por eso decimos que Jesús es nuestra luz. Su vida nos llena de motivos para seguir creyendo en la humanidad y descubrir en ella esos destellos divinos.

El evangelio nos presenta la figura del Bautista. Es un «hombre», sin más calificativos, nada de su origen o condición social. Él mismo sabe que no es importante. No es el Mesías, no es Elías, ni siquiera es el Profeta que todos están esperando. Solo se ve a sí mismo como «la voz que grita en el desierto: Allanad el camino al Señor». Sin embargo, Dios lo envía como testigo de la luz, capaz de despertar la fe de todos. Una persona que puede contagiar luz y vida. Ser testigo es:

- Ser como Juan. No se da importancia. No busca ser original ni llamar la atención. No trata de impactar a nadie. Sencillamente vive su vida de manera convencida. Dios ilumina su vida. Lo irradia en su manera de vivir y de creer.

- El testigo de la luz no habla mucho, pero es una voz. Vive algo inconfundible. Comunica lo que a él le hace vivir. No dice cosas sobre Dios, su vida refleja a Dios. No enseña doctrina religiosa, pero invita a creer. La vida del testigo atrae y despierta interés. No culpabiliza a nadie. No condena. Contagia confianza en Dios, libera de miedos. Abre siempre caminos, allana el camino al Señor.

La vida está llena de pequeños testigos. Son creyentes sencillos, humildes, conocidos solo en su entorno. Personas entrañablemente buenas. Viven desde la verdad y el amor. Ellos nos «allanan el camino» hacia Dios. Son lo mejor que tenemos en la Iglesia.

Juan fue enviado por Dios, vino como testigo, para dar testimonio de la luz. Una luz amiga que acaricia las cosas durante horas y horas, y nunca se cansa. No esa luz infinita y distante que habita en los cielos del cielo, sino esa luz terrenal ordinaria, que ilumina a cada hombre y cada historia.

Ser testigo de que la piedra angular sobre la que descansa la historia no es el pecado sino la gracia, no el barro sino un rayo de sol que nunca se rinde.

Soy una voz, hablo palabras que no son mías. Testigo de otro sol. La estricta voz del profeta nos desnuda: Lo que me hace humano es lo divino en mí; La vida viene de Otro, fluye en la persona, como el agua en el lecho de un arroyo. No soy esa agua, pero sin ella no soy nada.

¿Quién eres tú? Un día Jesús dará la respuesta, y será la más hermosa: ¡Eres luz! Luz del mundo.

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