domingo, 6 de noviembre de 2022


 

2022 AÑO C TIEMPO ORDINARIO XXXII 

Jesús se encuentra en Jerusalén, son sus últimos días. Los grupos de poder, sacerdotes, ancianos, fariseos, escribas, saduceos están unidos en su rechazo a ese rabino, salido de la nada, que se arroga el poder de enseñar, sin tener la autoridad, sin ningún papel en regla. Le desafían, se enfrentan a él, y cada vez un círculo letal se estrecha a su alrededor. En este episodio intentan ridiculizarlo. La paradójica historia de una mujer, siete veces viuda y nunca madre, es utilizada por los saduceos como caricatura de la fe en la resurrección de los muertos: ¿de cuál de los siete hermanos que se casaron con ella será esposa esa mujer?

La palabra de Dios de este domingo, cuando aún está muy reciente la conmemoración de los fieles difuntos, sigue insistiendo en el misterio de la vida después de la muerte: «esperamos la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro». Estas palabras del Credo nos recuerdan que no estamos destinados a la nada, sino que, por don de Dios, nuestro horizonte se abre a la promesa de una vida plena después de esta existencia terrena.

Jesús, como suele hacer cuando se le quiere encerrar en asuntos efímeros, nos invita a pensar de otra manera y más grande: Los que resucitan no toman ni esposa ni marido. La vida futura no es una prolongación de la presente. Los que han muerto no resucitan a la vida biológica sino a la vida de Dios. La vida eterna significa la vida junto al Eterno.

Yo soy la resurrección y la vida, dijo Jesús a Marta. Observemos la sucesión: primero la resurrección y luego la vida, con una especie de inversión del tiempo, y no, como habríamos esperado: primero la vida, luego la muerte, luego la resurrección. La resurrección comienza en esta vida. Resurrección de los vivos, más que de los muertos, son los vivos los que deben levantarse y despertar: resucitar. Tengamos cuidado: Jesús no declara el fin de los afectos.

Mariangela Gualtieri decía en un texto hermoso: Doy gracias por nuestros muertos que hacen de la muerte un lugar habitado. La eternidad no es una tierra sin rostros ni nombres. El amor es más fuerte que la muerte (Cantar de los cantares). No es la vida la que vence a la muerte, es el amor; cuando todo amor verdadero se sume a nuestros otros amores verdaderos, sin celos y sin exclusión, generando no límites ni arrepentimientos, sino una capacidad irreflexiva de intensidad, de profundidad, de vastedad. Un corazón del tamaño de un océano.

Cuando veamos el rostro de Dios, nos daremos cuenta de que siempre lo hemos conocido: él formó parte de todas nuestras inocentes experiencias de amor terrenal, creándolas, sosteniéndolas y moviéndolas, momento a momento, desde dentro. Todo lo que era amor genuino en ellos era más suyo que nuestro, y nuestro sólo porque era suyo. Ese es el principio de toda resurrección. Amén

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