2022 AÑO C TIEMPO ORDINARIO XXXII
Jesús se
encuentra en Jerusalén, son sus últimos días. Los grupos de poder, sacerdotes,
ancianos, fariseos, escribas, saduceos están unidos en su rechazo a ese rabino,
salido de la nada, que se arroga el poder de enseñar, sin tener la autoridad,
sin ningún papel en regla. Le desafían, se enfrentan a él, y cada vez un
círculo letal se estrecha a su alrededor. En este episodio intentan
ridiculizarlo. La paradójica historia de una mujer, siete veces viuda y nunca
madre, es utilizada por los saduceos como caricatura de la fe en la
resurrección de los muertos: ¿de cuál de los siete hermanos que se casaron con
ella será esposa esa mujer?
La palabra de
Dios de este domingo, cuando aún está muy reciente la conmemoración de los fieles
difuntos, sigue insistiendo en el misterio de la vida después de la muerte:
«esperamos la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro». Estas
palabras del Credo nos recuerdan que no estamos destinados a la nada, sino que,
por don de Dios, nuestro horizonte se abre a la promesa de una vida plena
después de esta existencia terrena.
Jesús, como
suele hacer cuando se le quiere encerrar en asuntos efímeros, nos invita a
pensar de otra manera y más grande: Los que resucitan no toman ni esposa ni
marido. La vida futura no es una prolongación de la presente. Los que han
muerto no resucitan a la vida biológica sino a la vida de Dios. La vida eterna
significa la vida junto al Eterno.
Yo soy la
resurrección y la vida, dijo Jesús a Marta. Observemos la sucesión: primero la
resurrección y luego la vida, con una especie de inversión del tiempo, y no,
como habríamos esperado: primero la vida, luego la muerte, luego la
resurrección. La resurrección comienza en esta vida. Resurrección de los vivos,
más que de los muertos, son los vivos los que deben levantarse y despertar:
resucitar. Tengamos cuidado: Jesús no declara el fin de los afectos.
Mariangela
Gualtieri decía en un texto hermoso: Doy
gracias por nuestros muertos que hacen de la muerte un lugar habitado. La
eternidad no es una tierra sin rostros ni nombres. El amor es más fuerte que la
muerte (Cantar de los cantares). No es la vida la que vence a la
muerte, es el amor; cuando todo amor verdadero se sume a nuestros otros amores
verdaderos, sin celos y sin exclusión, generando no límites ni
arrepentimientos, sino una capacidad irreflexiva de intensidad, de profundidad,
de vastedad. Un corazón del tamaño de un océano.
Cuando veamos el
rostro de Dios, nos daremos cuenta de que siempre lo hemos conocido: él formó
parte de todas nuestras inocentes experiencias de amor terrenal, creándolas,
sosteniéndolas y moviéndolas, momento a momento, desde dentro. Todo lo que era
amor genuino en ellos era más suyo que nuestro, y nuestro sólo porque era suyo.
Ese es el principio de toda resurrección. Amén
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