ADORACIÓN EUCARISTICA.
El ciento por
uno
Señor Jesús, de nuevo estamos aquí en
esta tarde para adorarte y para recuperar fuerzas para nuestro caminar. Te
pedimos hoy la bondad, sentir este bien tan necesario para hacer felices a los
demás, y para sentirnos nosotros mismos a gusto en nuestro interior. Escuchemos
esta tierna historia
El
ciento por uno: Hace ya tiempo era
una tarde bastante fría y lluviosa en una carretera comarcal. Era alrededor de
las cinco y acababa de terminar de llover. La vista del sol ocultándose en el
horizonte, un resto de nubes que quedaba en el cielo y el olor a humedad por la
lluvia, daban a la tarde un aspecto especialmente bello y singular.
Alberto,
joven que todavía no había llegado a los treinta, y que durante la noche
trabajaba para el ayuntamiento recogiendo basura y por la mañana seguía su
labor en la planta de reciclado, iba en coche de vuelta a su casa, cuando de
repente se encontró un automóvil parado en el arcén de la carretera con las
luces encendidas y a una mujer, que aparentaba tener más de ochenta años,
totalmente empapada, contemplando su coche sin saber qué hacer.
Él
se detuvo para averiguar si podía ayudar en algo. Salió de su coche azul oscuro
que era casi tan viejo como su dueño. Conforme se iba acercando a la abuelita
pudo comprobar que su cara manifestaba susto, por la presencia del joven, y
desesperación por no saber cómo arreglar su auto. Era verdad Alberto no tenía
buen aspecto, ya que volvía del trabajo y la ropa estaba un tanto descuidada. La
primera impresión que le dio a la abuelita era la de ser un delincuente. Cuando
él se dio cuenta de su susto, esbozó una sonrisa para tratar de calmarla. Y en
estas que le preguntó:
- ¡Señora!
¿Necesita ayuda? ¿Se encuentra bien? La anciana no podía esconder su temor.
Alberto, decidió tomar la iniciativa en el diálogo:
-
No se preocupe aquí estoy para ayudarle. Entre en su vehículo y estará más
protegida, pues empieza a hacer frío y está usted totalmente mojada. Por
cierto, mi nombre es Alberto y vivo en esta zona.
Gracias
a Dios sólo se trataba de un neumático pinchado; pero para la abuelita, su
preocupación estaba más que justificada, tanto por su edad, como por lo poco
transitada que estaba la carretera.
Alberto
empezó a cambiar la rueda y resultó todavía más sucio. En esto que la señora
bajó la ventanilla del coche y comenzó a hablar con él.
-
Me llamo Lilly y me dirigía a visitar a una amiga, pero me equivoqué de
carretera y al final he venido a parar a este lugar desconocido y poco
transitado. Estaba tan asustada que cuando le he visto llegar, la verdad, me puse
muy nerviosa, pero…
Alberto
se sonrió. La señora le preguntó cuánto le debía; cualquier cantidad que le
hubiera pedido le habría parecido poco. Él no había pensado cobrar nada. Ayudar
a alguien que tenía necesidad era su mejor modo de pagar por las veces que él
mismo también había sido ayudado en otras ocasiones. Después de un breve
silencio le dijo que, si quería pagarle, la mejor forma de hacerlo sería que la
próxima vez que viera a alguien necesitado lo ayudara desinteresadamente. Tan
solo piense en mí, – agregó despidiéndose.
Los
dos se marcharon y prosiguieron su camino. Unos kilómetros más adelante, Lilly,
nuestra abuelita, divisó una pequeña cafetería junto a la carretera. Pensó que
sería muy bueno quitarse el frío con una taza de café bien caliente, y reponer
las fuerzas tomándose algunas pastas. Una amable y sonriente camarera, se le
acercó y le dio una toalla de algodón limpia para que se secara el cabello
todavía mojado por la lluvia. Y le dijo ¿Qué desea tomar?
La
anciana, se percató que estaba embarazada de unos ocho meses: Por favor,
póngame un café largo bien caliente y unas pastas. Mientras esperaba su café y se
secaba el pelo, pensó que la joven camarera era muy agradable; En ese momento,
le vino a la mente Alberto. Pidió la cuenta. Abrió su bolso y pagó con un
billete de cien euros. Cuando la muchacha regresó con el dinero de vuelta, la
señora ya se había ido, pero vio cuatro billetes de cien euros, y escrito en
una servilleta de papel, un mensaje que decía: “No tienes que devolverme nada.
Me imagino que con el parto y el nuevo niño tendrás muchos gastos. No dejes de
ayudar a otros. Continúa dando tu alegría y tu sonrisa; y no permitas que esta
cadena se rompa”.
La
camarera entró en casa sigilosamente, pues sabía que su marido estaba ya
durmiendo. Pensando en la bondad de la anciana, se acercó delicadamente a su
marido para no despertarlo. Y mientras lo besaba tiernamente en la mejilla, le
susurró al oído: Alberto, ya verás como todo va a salir bien.
Señor ayúdanos a ayudar, todos
necesitamos los unos de los otros para formar esta cadena de amor y de
fraternidad. Tú eres la fuente de ese amor, que nunca nos cansemos de hacer el
bien y de derramarlo a los que nos rodean. Amén.