sábado, 4 de noviembre de 2023

2023 AÑO A TIEMPO ORDINARIO XXXI

 

La Palabra de Dios nos pone contra la pared: ¿somos también como los escribas o los fariseos, de los que dicen, pero no hacen? En el fondo la pregunta nos dice somos cristianos de sustancia o de fachada. Tenemos que preguntarnos con el corazón en la mano ¿soy un falso o una persona verdadera, realizada, en la que coincide lo que proclamamos con la boca y los que dicen nuestros comportamientos?

En el Evangelio, Jesús se resiente de dos categorías de personas: los hipócritas y los duros de corazón, dos tipos humanos que a menudo se identifican. Atan enormes cargas sobre los hombros de las personas, pero no las tocan con un dedo, Hipócrita es el moralista que impone leyes estrictas, pero sólo a los demás, Jesús es estricto, pero nunca rígido.

Los hipócritas son funcionarios de las normas y analfabetos del corazón. E incluso analfabetos de Dios. Es decir, en el fondo, son estructuralmente ateos. Hipócrita es un término griego que significa actor, el actor que representa un papel y lleva una máscara: hacen todas sus obras para ser admirados por la gente, se complacen en los primeros puestos, los saludos en las plazas, los aplausos... Pero el corazón está ausente, el corazón está en otra parte. Fingen: son personajes y ya no personas.

Y ésta es la peor desgracia que pueda ocurrir a la persona: la disociación del alma y del cuerpo, la escisión de la persona, cuando se ama la apariencia y lo superfluo y no se cuida la sustancia y lo esencial. Por eso Jesús necesita personas auténticas, de una pieza, las que son ellas mismas tanto en público como en privado, sin máscaras.

A continuación, Jesús señala otro error que desmorona y envenena la vida desde dentro: el amor al poder. No os llaméis maestro, ni médico, ni padre, como si fuerais superiores a los demás. Todos sois hermanos. Pero siempre estamos poco preparados para ser hermanos. La fraternidad ha naufragado en la historia humana, es trauma y sueño, siempre herida, siempre amenazada, siempre en riesgo.

Nuestras comunidades deberían dibujar un mundo bueno que se sostiene sobre alegres lazos de afecto, donde el más grande es el que sirve. Porque un mundo fundado en el concepto de poder y enemigo no es una civilización, sino barbarie.

La Iglesia tendrá que cambiar mucho, pero lo importante es que cada uno reavivemos nuestra fe, que aprendamos a creer de manera diferente, que no vivamos eludiendo a Dios, que sigamos con honestidad las llamadas de la propia conciencia, que cambie nuestra manera de mirar la vida, que descubramos lo esencial del evangelio y lo vivamos con gozo.

 

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