2023 FEBRERO MEDITACIÓN EUCARISTICA. LAS MANCHAS DE
LA LUNA
Señor Jesús reunidos en torno a ti nos
disonemos a pasar un momento contigo. Saborear tu presencia en el altar y
sentir que tú nos ofreciste todo, incluso tu vida. Tu das color, sabor y
sentido a nuestra existencia. Oigamos esta sencilla historia.
LAS
MANCHAS DE LA LUNA:
En lo profundo del bosque habitaban tres animales:
un conejo, un mono y una nutria. Se querían mucho, se ayudaban en todo lo que
podían y, por ello, vivían muy felices. Eran también muy piadosos y, cada vez
que había luna llena, los tres animales guardaban un día de ayuno pues así lo
estipulaban los preceptos de su religión.
- Recordad
que mañana es luna llena, dijo el conejo y que no podemos comer nada.
-
¿Y si llegara un peregrino y nos pidiera algo de comer? –preguntó intranquila
la nutria-. ¿Cómo podríamos cumplir al mismo tiempo el precepto del ayuno y el
de la hospitalidad?
Los
tres animales se pusieron a pensar hasta que el conejo encontró la solución: Mañana,
antes de que salga el sol, iremos a buscar el alimento diario, pero no lo
comeremos, sino que lo guardaremos bien por si llega algún peregrino o caminante.
Así acordaron hacerlo y se fueron a descansar tranquilos.
Al
amanecer del día siguiente iniciaron su jornada: la nutria se zambulló en el
río y al cabo de un rato, había pescado cinco peces que brillaban al sol. Los
guardó en un buen sitio e inició su jornada de ayuno y oraciones. El mono se
subió a un árbol cargado de fruta y recogió la suficiente para agasajar al
posible caminante que pasara por allí. Hecho esto, inició su meditación. Sólo
el conejo inició sus oraciones sin buscar alimento alguno.
Y
sucedió que el dios de los animales quiso comprobar la fe de sus criaturas y,
disfrazado de peregrino, se presentó en el claro del bosque que habitaban los
cuatro animales. El primero en notar su presencia fue el mono, a quien el menor
ruido solía distraer cuando se encontraba en oración. Salió a su encuentro y le
dijo:
-
Amigo caminante, hoy es nuestro día de ayuno, pero tengo unas frutas frescas y
jugosas que recogí para ti. Te ruego que aceptes mi hospitalidad. El dios de
los animales quedó gratamente sorprendido.
Después,
fingiendo que iba al río a lavarse las manos, se acercó a la nutria y le dijo:
Amiga nutria, vengo de muy lejos y llevo casi dos días sin probar bocado. ¿No
tendrías algo que ofrecer a este pobre peregrino? La nutria le ofreció gustosa
los cinco peces que había pescado en la mañana. Sólo le faltaba comprobar la
devoción del conejo y sin poder imaginar qué le podría brindar, el dios de los
animales se acercó a su madriguera. Como estaba absorto en su meditación, el
dios de los animales tuvo que gritar para que advirtiera su presencia: Hermano
conejo, ¿no tendrás algo de comer para este pobre peregrino hambriento?
Por
supuesto que sí -le contestó el conejo-, te daré un buen trozo de carne fresca
con la que podrás saciar tu hambre. Enciende una fogata y cuando las brasas
estén listas, yo te traeré la carne.
El
dios de los animales reunió ramas y palos e hizo lo que le había pedido el
conejo. Por mucho que pensaba y pensaba, no podía imaginar de dónde iba a
conseguir el conejo la carne. Cuando la brasa estaba en su punto, apareció el
conejo y se arrojó al fuego diciéndole al peregrino:
-
La carne que quiero ofrecerte es mi propio cuerpo, pues sé que a los hombres
les encanta comer conejo asado. Aliméntate conmigo y sigue reconfortado tu
camino. Fue entonces cuando el dios de los animales, conmovido ante tanta
generosidad, retomó su verdadera apariencia y se transformó en un ser que
brillaba como si estuviera hecho de luz. Tomó entonces las cenizas en que se
había convertido el conejo y volando por encima de bosques y montañas, llegó
hasta la luna y depositó las cenizas en su cara inmensa y pálida.
- Deseo
–dijo el dios de los animales- que siempre que haya luna llena, todo el mundo
recuerde la historia del conejo y no olvide nunca que la generosidad más sublime
no consiste en dar cosas sino en ser capaz de darse para el bien de los demás. Por
ello, desde ese día, siempre que hay luna llena puede verse en sus manchas la
imagen de un conejo.
La prueba sublime del amor no consiste
tanto en dar cosas, sino en darse. “Nadie
tiene más amor que el que está dispuesto a dar la vida por sus amigos”, nos
enseñó y demostró Jesús. Dar la vida en el día a día, en la atención amable más
allá del cansancio, en el respeto a pesar de la violencia, en la lucha contra
el pesimismo y la desesperanza. Ser cristiano es gastarse en el servicio a los
demás.
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