sábado, 5 de agosto de 2023


 

2023 AÑO A DOMINGO DE LA TRANSFIGURACIÓN

La escena de la transfiguración del Señor nos adentra en el sentido profundo de las palabras del profeta Isaías: el pueblo que habitaba en tinieblas vio una gran luz (Mt 4,16). Efectivamente, cuando sus discípulos lo vieron resplandeciente y rodeado de gloria, pudieron percatarse mejor de cuál era el destino y alcance de su misión como luz de las gentes y gloria de su pueblo Israel.

Perplejos y desconcertados como estaban, después de escuchar el primer anuncio de su Pasión, los discípulos necesitaban sin duda levantar su estado anímico. Y más que todos, si cabe, ellos tres, los que también le acompañarían más tarde, la víspera de su Pasión, en aquella noche oscura y angustiosa de Getsemaní.

La Transfiguración es una página de teología por imágenes: se trata de ver a Jesús como el sol de nuestra vida, y la vida bajo el sol de Dios. Jesús llama de nuevo a Pedro, Juan y Santiago, los primeros convocados, y los lleva con él a un monte alto, donde la tierra se eleva en la luz y donde él mismo se reviste de luz. Su rostro resplandecía como el sol.

En el rostro se refleja el corazón. Todo hijo de Dios lleva en sí un puñado de luz en su corazón; un icono andante, siempre en marcha. Vivir es el trabajo paciente y gozoso de liberar toda la luz y la belleza que llevamos dentro, la paciencia de nuestra transfiguración inacabada en la luz. Y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz: el esplendor es tan desmesurado que no se detiene en el rostro, va más allá del cuerpo, se desborda e incluso la materia de la vestidura se transfigura.

Y he aquí que aparecieron Moisés y Elías. Moisés bajó del Sinaí con el rostro bañado en luz, Elías arrebatado en un carro de fuego y luz. Ellos son la ley y los profetas, toda la historia santa, resplandeciente, inacabada. Entonces, Pedro, atónito y seducido por lo que ve, balbucea: Es bueno que estemos aquí. Aquí nos sentimos en casa, en otros lugares siempre estamos fuera de lugar; en otros lugares no es tan agradable, y sólo podemos peregrinar, no quedarnos.

Pero, como todas las cosas bellas, la visión no fue más que la rápida flecha de un instante: y una nube brillante los cubrió con su sombra. De la nube salió una voz: ese Dios que no tiene rostro, tiene en cambio una voz. Jesús es la Voz de Dios convertida en Rostro: "escuchadle". Un recordatorio de que la fe viene de la escucha: subes a la montaña para ver, y te envían de vuelta para escuchar. Bajas de la montaña, y el eco de la última palabra permanece en tu memoria: Escúchale. Un corazón que escucha es el lugar donde la soledad cede el paso al encuentro.

Creo que el creyente debe anunciar sólo esto: la belleza de Dios, un Dios soleado, bello, atractivo, amoroso. Deberíamos cambiar el sentido de toda catequesis, de toda moral, de toda fe: dejar de hablar de cosas abstractas y aburridas y simplemente ser reflejo de esa belleza de Dios que ilumina toda vida y anunciar en su lugar las palabras del Tabor: Escuchad a Jesús, contempladlo lleno de luz.

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