domingo, 20 de agosto de 2023


 

2023 AÑO A TIEMPO ORDINARIO XX

 

Hoy nos encontramos con una mujer intrépida, inteligente e indomable. Ella no cede ante las bruscas respuestas de Jesús, es uno de los personajes más simpáticos del Evangelio: incluso consigue hacer cambiar de opinión a Jesús.

Para Israel, era impensable que los extranjeros pudiesen formar parte del pueblo elegido, pero con Jesús se amplían los horizontes. Es el gran anuncio de la universalidad de la salvación. Todos están necesitados de la misericordia de Dios

La actitud de Jesús hacia la mujer cananea puede parecer, inicialmente, una actitud dura e incluso despectiva. La mentalidad judía consideraba que el pan de los "hijos" (los judíos) no debía darse a los "perros" (los paganos). El pan hacía referencia a las promesas y bendiciones de Dios. No obstante, la mujer cananea, con gran audacia, con toda la fuerza de su amor maternal y con toda la esperanza puesta en Jesús, suplica que su hija sea curada: Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Cuando Jesús aduce que no estaría bien dar el pan de los hijos a los perros, la mujer afirma: Cierto, Señor; pero también los perros comen las migajas que caen de la mesa de los amos.

Esta actitud dará paso a una incondicional acogida por parte de Jesús, manifestándole: Mujer, qué grande es tu fe. Que se cumpla lo que deseas. El evangelio anuncia que, con Jesús, se produce un gran cambio: el fin del exclusivismo religioso para abrir el horizonte de la salvación a todos. Es esta mujer pagana la que hace cambiar de opinión a Jesús y reconoce su gran fe y eso le conmueve y hacer surgir el milagro.

La mujer de la historia habla tres veces. La primera palabra contiene la más antigua de las plegarias cristianas: Señor, ten piedad. Pero no de los pecados de mi hija, sino de su dolor. La mujer no se da por vencida y repite de nuevo su dolor y angustia y alza la voz hasta provocar una respuesta, pero brusca: He venido por los hijos de Israel, y no por vosotros. Pero en lugar de rendirse, la mujer alza la voz. Se lanza sobre Jesús, se tira al suelo ante él, y de su corazón brota la segunda palabra, toda pasión: ¡Señor, ayúdame! Una vez más la respuesta es dura: el pan de los hijos no se echa a los perros. Y aquí florece el genio de la madre, en su tercera palabra: Es verdad, Señor, pero los perritos comen las migajas que caen de la mesa. Solo pide migajas de amor y comprensión para todos los perritos del mundo.

Que reflexión tan grande: Una madre poderosa que no sabe teología y, sin embargo, conoce a Dios por dentro, lo siente latir en el fondo de las heridas de su hija. Puede parecer una migaja, puede parecer pequeña, pero las migajas de Dios son tan grandes como Dios mismo. Jesús está como atónito ante esta imagen, se conmueve: ¡Mujer, grande es tu fe!

Grande es todavía la fe en la tierra, porque grande es el número de madres, mujeres de Tiro, de Sidón, de todas partes, que no conocen el Credo ni el Catecismo, pero conocen el corazón de Dios.

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