2023 AÑO A TIEMPO ORDINARIO XIX
El lago de Galilea, es
uno de los lugares que más amaba Jesús, un entorno familiar para Pedro. Pedro
se parece un poco a nosotros, con una fe grande, infantil y un poco loca, que
le empuja a salir de la barca, y la fe corta y contraída que le hace hundirse;
por la capacidad de soñar y el miedo repentino que le hace hundirse.
Hombre de poca fe, ¿por qué
dudaste? Pedro da pasos de
milagro en el lago, en medio de la tormenta, y en medio del milagro su fe entra
en crisis: "¡Señor me hundo!". El milagro no produce la fe. No
se necesitan milagros para ir hacia Jesús. Al ver que el viento era fuerte, le
entra miedo: no se ve el viento, pero Pedro ahora ya no tiene ojos para Jesús,
sino sólo para las olas, la tempestad, el caos. Decía el papa Juan XXIII "No consultes con tus miedos, sino con tus
esperanzas y tus sueños".
Pedro preso de la duda
cree: "¡Señor, sálvame!". Dios salva, eso es la fe. La raíz
incontestable de la fe es un grito que permanece en nuestro corazón: Señor te necesito,
sálvame. Nada lo borra, ni siquiera en el hombre más perdido o distraído, ni
siquiera en el incrédulo. El momento del hundimiento, del miedo, llega para
todos. El primer paso de la fe es un grito. O incluso el gemido de un dolor sin
palabras: ¡Necesito! Todos hemos experimentado el comienzo de un descenso a las
aguas de la desesperación, un fracaso en las relaciones humanas, una enfermedad
grave, y tal vez fue allí donde encontramos la fuerza para gritarle, sin ningún
mérito, el coraje de confiar y apoyarnos en Él.
Y Jesús nos tiende un poco
más esa mano que nunca deja de sostenernos. Y nos aferramos, lo conseguimos.
¡Cuántas veces nos han sacado! Porque milagros hay, incluso demasiados, sólo
que nunca son suficientes para la poca fe.
¿Por qué somos creyentes?
¿Será porque nunca nos hemos enfrentado a tantas tormentas? No, es porque no
huimos ante el peligro; hemos mirado a los ojos a las olas, al viento y al
miedo y hemos gritado. Y Dios nos ha dicho: Estoy aquí, no tengas miedo.
El Señor nos tiende la
mano, en el centro de nuestra pequeña fe. Nos alcanza y no nos señala con el
dedo para acusarnos, sino que extiende su mano para agarrarnos.
Y entonces la tormenta
se calma, se convierte en una caricia, el grito en la tormenta se convierte en
un abrazo entre el hombre y su Dios.
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