2025
CICLO C
VIERNES
SANTO
En el relato de la pasión y muerte de
Jesús destacamos tres rostros:
El rostro de la negación: El
miedo es mal consejero del corazón humano: lo cierra, lo aísla o lo reprime y
pone en evidencia la fragilidad de las convicciones y la profundidad
o superficialidad de las motivaciones que sostienen nuestros compromisos.
Simón Pedro
era un hombre impulsivo, rudo, y, al mismo tiempo, totalmente auténtico
y transparente. Un hombre con un corazón noble en el que el amor y
el miedo eran directamente proporcionales. Pero Jesús al que seguía como
discípulo y apóstol, había sido apresado y estaba siendo sometido a un juicio
injusto. Por eso, no es de extrañar el conflicto en el corazón de Pedro. Cuando
su esperanza se fue opacando, su miedo fue creciendo.
La experiencia de las negaciones hace
que Simón Pedro pase de un seguimiento ideal a un seguimiento
real de Jesús. Un seguimiento marcado por la conciencia de la
fragilidad, la experiencia de la incoherencia y lloró amargamente.
El rostro de la tibieza: La
tibieza personal del corazón está unida a una vida mediocre, la falta
de pasión y de decisión la convierten en una escala de grises, para
justificar lo injustificable.
Pilato era un estratega militar.
Como prefecto de Judea, administraba el orden judicial y económico. Sin
embargo representa el rostro de la tibieza. Especialmente aquella tibieza que busca
evitar a toda costa aquellos conflictos que ponen en evidencia la
fragilidad del orden establecido. Aunque no encontró ninguna culpa objetiva
en el proceso seguido contra Jesús e intentó ponerlo en libertad,
terminó cediendo a la presión de la clase religiosa judía y entregó a
Jesús para que sea crucificado. No confundamos tibieza con prudencia. Y se lavó
las manos públicamente.
El rostro del amor: El
amor es la experiencia humana más profunda del corazón humano. El amor revela
el misterio de lo humano como de lo divino. El amor es el punto de encuentro
de ambos misterios. Jesús no pierde la dimensión gratuita y oblativa de su
entrega. Una entrega sostenida por la fidelidad del Padre, la esperanza de
su Madre, y el rostro de los pobres, de los enfermos, de los marginados. En
medio de su dolor, de su sufrimiento y de su humillación pública, Dios Padre
acompaña en silencio suscitando un rostro de amor al pie de la cruz.
En el calvario, la Virgen María
vuelve a pronunciar el amén a Dios. Ese amén que no es el signo
de una sumisión irracional sino de confianza total en ese Dios fiel que
nunca defrauda, aunque permanezca en silencio. Desde la cruz, contempla a su
Madre: contempla su dolor, su fidelidad, su esperanza. Jesús contempla el corazón
de su Madre atravesado por el dolor. Un corazón dolorido, pero no
resignado. Un corazón obediente, una vez más, a la fidelidad del
Padre a sus promesas. Ella no pudo detener los clavos ni
cambiar el destino, pero sí acompañar el silencio de su hijo con el
eco de su alma rota. Porque el amor verdadero no huye del dolor, lo abraza
hasta el final.
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