2023 ABRIL MEDITACIÓN EUCARISTICA:
Carta a Tomás,
apóstol y hermano
Jesús
resucitado estamos de nuevo aquí, a tu lado para meditar contigo y disfrutar de
tu presencia amorosa. Hoy queremos dirigirnos a tu amigo y apóstol Tomás. El
evangelio del domingo pasado nos habló de ti. La verdad es que, apenas tenemos
datos sobre tu vida. Pero imaginemos la escena: Anochecía, el día se nos había hecho muy largo, porque no podíamos
hacer nada; estábamos con las puertas cerradas, sin hacer ruido. Los judíos nos
buscaban; seguramente los romanos también, porque cuando ajusticiaban a uno,
perseguían a su grupo, para ajusticiarlo. Lo sabíamos por experiencia.
Nos mirábamos en silencio, pero no acertábamos a
decir nada. Ahora, sin la presencia de Jesús ¿qué íbamos a hacer? ¿Nos iríamos
cada uno por nuestro lado? Sólo cabía esperar… ¡Y ni siquiera sabíamos lo que
esperábamos!
De repente, en la penumbra, oímos la voz
inconfundible del maestro:
- Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así
os envío yo. Quedamos desconcertados. Supimos que era
Él. Su voz era inconfundible. Se había dado cuenta de que el miedo nos ahogaba,
de que ni siquiera teníamos aliento para vivir, por eso sopló con fuerza sobre
nosotros y nos dijo:
- Recibid el Espíritu Santo… Recordé
que muchas veces nos había hablado del Espíritu Santo y nos lo había prometido.
Que solía saludarnos dándonos su paz… Pero esta vez era diferente. En medio de
nuestro miedo y de nuestra cobardía, el Maestro se hacía presente en la
comunidad para comunicarnos el aliento de Vida.
Es más, se
atrevía a enviarnos. Pero, ¿a dónde? ¿Cuál sería nuestra misión, de ahora en
adelante? ¿No se daba cuenta de la situación de Jerusalén? Había crucifixiones
casi a diario. La fiesta de la Pascua era una ocasión para que las autoridades
políticas sembraran el pánico sobre el pueblo, especialmente sobre la gente de
Galilea.
Esta noche no estaba Tomás en el grupo. Era un tipo
curioso. En realidad, se llamaba Judas, pero le llamaban Tomás (que significa
gemelo en arameo) y Dídimo (que significa gemelo en griego), aunque él nunca
nos habló de quién había sido su hermano o hermana. Cuando le contamos nuestro
encuentro con Jesús, Tomás reaccionó como era habitual en él, como un
“incrédulo”, pero, en el fondo, reconocíamos que todos éramos tan incrédulos
como él, o más. Pero él era valiente y lo reconocía. Los demás disimulábamos
nuestra falta de fe.
Pocos días después, cuando seguíamos reunidos en la
casa, Tomás se quedó helado, como si viera a un fantasma. No se atrevía a
acercarse a Jesús, pero el Maestro le ofreció sus manos y le invitó a tocarle;
cuando le dijo: “No seas incrédulo, sino creyente”, supimos que nos lo estaba
diciendo a cada uno de nosotros. No era un reproche, era una invitación del
Maestro a confiar, a entregarle nuestros miedos y acoger su paz.
Nuestros padres habían visto muchas señales. Habían
sido liberados de Egipto, habían recibido a los profetas y habían creído,
porque habían visto la mano de Yahvé que los acompañaba. Ahora Jesús, a través
de Tomás, nos pedía creer sin haber visto.
Entendimos que nos pide creer, en lugar se sucumbir
a la vida pagana de los romanos, que se extiende cada vez más. Creer, aunque
por ello nos persigan los judíos y quienes no entienden nuestro discipulado.
Creer que Jesús es el Hijo de Dios, aunque nosotros, con nuestros ojos, veamos
a un proscrito, crucificado a las afueras de la ciudad. Creer que somos hijos e
hijas de Dios, aunque continuamente toquemos nuestro barro. Creer que el Reino
está dentro de nosotros y de cada persona, aunque veamos leprosos, pecadores o
tiranos. Jesús nos pide dar un salto sobre el abismo, en lugar de quedarnos
atrapados en lo que ven nuestros ojos…
Tomás, hermano, ayúdanos, para que descubramos que
HOY, en medio de los vaivenes del mundo, sigue haciéndose presente el
Resucitado, en cada persona y en cada comunidad, con su saludo de paz. Que no
olvidemos que sigue enviándonos su aliento de Vida. Que nos demos cuenta de que
no podemos tocar las huellas de sus manos, pero nos ofrece “tocar” las huellas
que ha ido dejando en nuestra vida y en la comunidad, para reconocerle. Que nos
invita a “tocar” las heridas de las manos y el costado de los crucificados de
la tierra. Y, que, al tocarlas y abrazarles, podamos decir contigo: ¡Señor mío
y Dios mío! Amén.