SOLEDAD DE LA VIRGEN
Fue y es la página más trágica y más hermosa. Fue y es la
página más dolorosa y más injusta, aunque solo por ella nos vino y nos viene la
Justicia de Dios. Fue la crónica de una muerte anunciada. De una muerte que no
se acaba en el sepulcro, que se abría indefectible y misteriosamente, ya para
siempre, a la aurora del tercer día, al alba sin ocaso de la resurrección.
Y en esta página, en esta escena –la más honda y decisiva
que jamás se haya escrito sobre cielos y tierras- estuvo también María, el
orgullo de nuestra raza, la Madre del Ajusticiado y nuestra Madre: Estaba la
Dolorosa junto al leño de la Cruz. ¡Qué alta palabra de Luz! ¿Qué manera tan
graciosa de enseñarnos la preciosa lección del callar doliente! Tronaba el
cielo rugiente. La Tierra se estremecía. Bramaba el agua… María “estaba”
sencillamente.
(J. María Pemán).
Y ahora, horas después de aquella escena que oscureció la
tarde y alumbró para siempre la historia de la nueva humanidad, ahí la tenéis,
a Ella, a María, la Madre del Ajusticiado, la Dolorosa, la Virgen de la
Soledad, Nuestra Señora de la Esperanza. Ahí la tenéis, hermanos. En su
Soledad. Soledad de Soledades. Reina de Reina de Soledad y de Soledades.
Contempladla. Contemplad a su Hijo muerto y yacente. Sus
cicatrices y heridas nos han curado: Contemplad, sí, a María en Soledad.
Contemplad, sí, a Jesús yacente. Parad el reloj de las prisas, de las rutinas,
de las autosuficiencias, del ya “me lo sé todo”. Deteneos. Retened, sí, el
ritmo de vuestro ímpetu y quehacer cotidianos. Paraos a contemplar a Jesús y a
María en su Soledad, en su Soledad de Soledades. Contemplad y luego volved a
caminar. Mirad su rostro, su corazón, sus manos, su mirada clavada en el cuerpo
inerte de su Hijo, de un hijo que somos también tú y yo. Vedla con ojos del
alma y luego volved a caminar. Seguro sí que permanecemos ante Ella con el
corazón abierto, nuestra caminar de mañana, de esta misma noche tendrá que ser
a la fuerza distinto, tendrá que ser mejor.
Miradla, amadla, imitadla. Es una patética figura de
silencio. De silencio sonoro y transfigurado. Vestido de adoración. Nunca el
silencio fue tan elocuente. Nunca el silencio significó tanto como en aquella
noche, como en esta noche. Es silencio de amor. Es abandono, despojo,
disponibilidad, entrega hasta el extremo. Es fortaleza en la debilidad mayor.
Es fidelidad. Es plenitud. Es fecundidad: nunca fue María tan madre como
entonces. Es elegancia. Es serenidad dolorida. Es paz, es amor.
En soledad sonora, dolorosa y plena, nunca una criatura vivió
un momento con tanta intensidad existencial como María en aquella tarde de
dolores sin fin en el Calvario. Allí mantuvo el “fiar” de la Anunciación, en
tono sostenido y agudo. Aunque se le hiciera un nudo la garganta. Aunque su
corazón se secara. Aunque fuera un mar de lágrima su rostro claro, límpido y
sereno. Porque allí, en el Calvario, María volvió a decir “sí”. El “fiat” se
avala y se confirma con el ”stabat”. El “sí” es más “sí” estando, permaneciendo
al pie de la cruz.
Mirad la Virgen que sola está, cantamos. Su Soledad es
holocausto perfecto a imitación del de su Hijo. Es oblación total. Es
corredención. Mirad la Virgen que sola está… Y en aquella soledad, en esta
soledad, María adquiere una altura espiritual vertiginosa y definitiva. Nunca
fue su sí tan pobre ni tan rico, tan dolorosa ni tan fecundo. Nunca tan sola y
tan acompañada. Es la Soledad. Es la Piedad. Es la Esperanza. Parecía una
pálida sombra. Pero al mismo tiempo ofrecía la estampa más genuina de loa
Reina. En aquella noche, en esta noche, levantó su altar en la cumbre más alta
de la historia y del mundo. Y en el dolor y la paz, envueltos en silencio, se fundieron, aleteando ya para siempre la
certeza y la esperanza que es y significa una existencia solo para Dios y a
favor de los demás. (Jesús de las Heras)
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