VIERNES
SANTO
Es Viernes Santo. Y nos unimos desde el corazón para
conmemorar el acto supremo de amor de Jesús hacia nosotros: su muerte por amor.
Ya sabéis, iniciábamos en silencio, con el sacerdote postrado en tierra, ante
el altar y todos de rodillas.
Escucharemos el relato completo de la Pasión según
San Juan. Y después iniciaremos un acto de adoración a la Cruz. Intentemos
abrir nuestros corazones para comprender, en profundidad, que la salvación nos
viene de la Cruz de Cristo.
Comencemos, pues, en silencio, con el corazón
abierto a la contemplación viva de las escenas que vamos a rememorar.
En vez de leer el relato de la pasión nuestra
propuesta es leer detenidamente esta reflexión sobre las Siete últimas palabras
de Jesús del gran teólogo alemán Karl Rahner, sj.
Las
siete palabras de Jesús en la cruz (Basado
en Karl Rahner, SJ)
Primera
Palabra: "Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34)
Cuelgas de la cruz. Te han clavado. No
te puedes separar de este palo erguido sobre el cielo y la tierra. Las heridas
queman tu cuerpo. La corona de espinas atormenta tu cabeza. Tus manos y tus
pies heridos son como traspasados por un hierro candente. Y tu alma es un mar
de desolación, de dolor, de desesperación.
Los responsables están ahí, al pie de la
cruz. Se quedan. Se ríen, insultan, blasfeman. Están convencidos de tener la
razón. ¿Puede un hombre torturar así a otro hombre, hasta la muerte?
¿Desgarrarlo hasta matarlo con el poder de la mentira, de la traición, de la
hipocresía, de la perfidia...? y mantener la pose del juez imparcial, el
aspecto del inocente, las apariencias de lo legal?
Sin embargo, Tú dices: "Padre,
perdónalos porque no saben lo que hacen". ¡Eres incomprensible, Jesús!
Amas a tus enemigos y los encomiendas al Padre. Intercedes por ellos. Tú dices
que no saben lo que hacen. Sí, hay algo que no saben: tu amor por ellos.
Padrenuestro, avemaría, gloria.
Segunda
palabra: "yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso" (Lc 23,43)
Agonizas y, sin embargo, en tu corazón rebosante
de dolor hay todavía un sitio para el sufrimiento de los otros. Vas a morir y
te preocupas por un criminal que, atormentado en su martirio infernal, reconoce
que su pena fue merecida por su vida de maldad.
Un delincuente miserable pide que te acuerdes
de él y Tú le prometes el Paraíso. ¿Se puede transformar tan rápidamente con tu
proximidad una vida de pecado y de vicio? Nada puede impedir la entrada a la
santidad de Dios. Se puede admitir un poco de buena voluntad en un pecador,
pero su perversidad, sus instintos viciados, la brutalidad, el fango..., ¡eso
no desaparece con un poco de buena voluntad y con un arrepentimiento fugaz en
el patíbulo! ¡Uno de esa calaña no puede entrar en el Paraíso tan limpiamente
como las almas que se purificaron toda la vida, los santos que prepararon sus
cuerpos y sus almas para hacerlos dignos del Dios tres veces santo!
Y, sin embargo, Tú pronuncias las
palabras de tu gracia omnipotente que penetra en el corazón del ladrón y
transforma el fuego infernal de su agonía en la llama purificadora del amor
divino. El amor destruye la culpa de la criatura rebelde. Y así el ladrón entra
en el Paraíso de tu Padre.
Dame la gracia del atrevimiento
temerario que exige y espera todo de tu bondad y el coraje de decir, como si
fuera el mayor de los criminales, “Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu
Reino.
Tercera
palabra: "mujer, ahí tienes a tu hijo. Hijo, ahí tienes a tu madre" (Jn 19,26)
Está ya próxima tu muerte, la hora en
que tu Madre tenía que estar cerca de ti. Esta es la hora que une, de nuevo, al
Hijo y a la Madre. La hora de la separación y de la muerte. Una vez más tu
mirada contempla a tu Madre. No le ahorraste nada: ni la alegría ni la pena,
las dos surgían de tu gracia, las dos provenían de tu amor. Amas a tu Madre
porque te ha asistido y servido en la alegría y en el dolor; así llegó a ser
completamente tu Madre. A pesar de tu tormento, tu amor vibra de la ternura que
une al hijo y a la madre. En la suprema agonía de la salvación, te has
conmovido por el llanto de una madre. En ese momento, le has dado un hijo y al
hijo una madre. Por esto la tierra nueva será posible.
Sin embargo, ella no estaba sola con el
dolor de madre a cuyo Hijo matan, estaba en nuestro nombre como Madre de los
vivientes. Repetía su "fiat" a la muerte del Señor. Era la Iglesia
junto a la cruz. Al entregar la Madre al discípulo amado, nos la has entregado
a cada uno de nosotros.
Señor Jesús, tu muerte no habrá inútil
si me acojo a este materno corazón. Estaré presente cuando llegue el día de tus
bodas eternas, en las que la creación, transfigurada para siempre, se unirá a
ti para siempre.
Cuarta
palabra: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mt 27,36)
Se acerca la muerte. No es el final de
la existencia corporal, la liberación y la paz, sino la muerte que representa
el fondo del abismo, la inimaginable profundidad de la angustia y devastación.
Se acerca tu muerte. Desnudez, impotencia horrible, desolación desgarradora.
Todo cede, huye... No existe más que abandono lacerante. Y en esta noche del
espíritu y de los sentidos, en este vacío del corazón donde todo abrasa, tu
alma insiste en llorar. La tremenda soledad de un corazón consumido se hace en
ti invocación a Dios.
Recitaste el Salmo 21 para hacer de tu
abandono total una plegaria. Tus palabras: "Dios mío, Dios, ¿por qué me
has abandonado?". El grito desgarrador del corazón del Justo de la Antigua
Ley. Pero en el fondo es un salmo de confianza plena y de abandono total en las
manos del Padre. Así has podido decirlo todo.
Enséñame a orar con las palabras de la
Iglesia de tal manera que se hagan palabras de mi corazón.
Quinta
palabra: "¡Tengo sed!" (Jn 19,28)
El evangelista Juan, que la escuchó, nos
cuenta: "Sabiendo que todo estaba cumplido para que se cumpliera la
Escritura, exclamó: ¡Tengo sed!". En el Salmo 21 se dice de ti: "Mi
paladar está seco lo mismo que una teja, y mi lengua pegada a mi
garganta", y en el Salmo 69, versículo 22, está escrito: "En mi sed
me han abrevado con vinagre".
¡Oh Señor, obediente hasta la muerte y
muerte de cruz! Tú miras más allá, incluso en la agonía, en la que el espíritu
se oscurece y desaparece la conciencia clara, intentas ansiosamente hacer
coincidir todos los detalles de tu vida con la imagen eternamente presente en
la mente del Padre. No te referías a la sed indecible de tu cuerpo desangrado,
cubierto de heridas abrasadas y expuesto al sol implacable de un mediodía de
Oriente. Cumplías la voluntad del Padre hasta la muerte con una humildad
inconcebible y digna de adoración. Sí, lo que los profetas habían predicho como
voluntad del Padre se cumple en ti: tengo sed.
Así comprendiste toda la aspereza cruel
de tu Pasión: era una misión que cumplir, no un ciego destino; era la voluntad
del Padre, no la maldad de los hombres; redención de amor, no crimen de
pecadores.
Señor Jesús, sucumbes para seamos
salvos. Mueres para que vivamos. Tienes sed para que restauremos nuestras
fuerzas en el agua de la vida. Nos invitaste a esta fuente cuando en la fiesta
de los Tabernáculos exclamabas: "Si alguno tiene sed venga a mí porque de
mi seno correrán ríos de agua viva" (Jn 7,37).
Sexta
palabra: "Todo está cumplido"
(Jn 19,30)
Está cumplido. Sí, Señor, es el fin. El
fin de tu vida, de tu honor, de las esperanzas humanas, de tu lucha y de tus
fatigas. Todo ha pasado y es el fin. Todo se vacía y tu vida va desapareciendo.
Desaparición e impotencia. Pero el final es el cumplimiento, porque acabar con
fidelidad y con amor es la apoteosis. Tu declinar es tu victoria.
¿Cuándo entenderé esta ley de tu vida y
de la mía? La ley que hace de la muerte, vida; de la negación de sí mismo,
conquista; de la pobreza, riqueza; del dolor, gracia; del final, plenitud.
Sí, llevaste todo a plenitud. Se había
cumplido la misión que el Padre te encomendara. El cáliz que no debía pasar había
sido apurado. La muerte, aquella espantosa muerte, había sido sufrida. La
salvación del mundo está aquí. La muerte ha sido vencida. El pecado, arrasado.
El dominio de los poderes de las tinieblas es impotente. La puerta de la vida
se ha abierto de par en par. La libertad de los hijos de Dios ha sido
conquistada. ¡Ahora puede soplar el viento impetuoso de la gracia! El mundo en
la oscuridad comienza, lentamente, a arrebolarse con el alba de tu amor.
Tú que perfeccionas el universo,
perfeccióname en tu Espíritu, ¡Oh Jesús, sea cual sea mi misión que me haya
encomendado el Padre -grande o pequeña, dulce o amarga, en la vida o en la
muerte-, concédeme cumplirla como Tú cumpliste todo! Permíteme llevar a
plenitud mi vida.
Séptima
palabra: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23,46)
Ese final en el que a un ser humano se
le llega a quitar hasta la decisión libre entre el rechazo y la aceptación. Es
la muerte. ¿Quién te arrastra o qué te arrastra? ¿La nada? ¿El destino ciego?
No, ¡el Padre! El Dios que une sabiduría y amor. Así te dejas llevar y te
abandonas en las manos ligeras e invisibles que, a nosotros, incrédulos,
prendados de nuestro yo, se nos presentan como el ahogo imprevisto, la crueldad
y el destino ciego de la muerte.
Pero Tú lo sabes: son las manos del
Padre. Tus ojos, en los que ya se ha hecho la noche, son capaces de ver al
Padre; se han fijado en la pupila quieta de su amor, y tu boca pronuncia la
última palabra de tu vida: "Padre, en tus manos encomiendo mi
espíritu".
Todo lo devuelves a quien todo te lo
dio. Sin garantías y sin reservas confías todo a las manos de tu Padre. ¡Todo!
Estas manos sostienen segura y cuidadosamente. Son como las manos de una madre.
Acogen tu alma tan delicadamente como un pajarillo que se alberga entre las
manos. Nada tiene peso. Todo es luz y gracia, todo es seguridad al amparo del
corazón de Dios, donde la pena se puede desahogar en llanto y donde el Padre
seca las lágrimas de las mejillas de su hijo con un beso.
Jesús, ¿encomendarás un día mi pobre alma
y mi pobre cuerpo a las manos de tu Padre? Hoy me tienes ante ti. Me arrodillo
bajo tu cruz. Beso tus pies que, silenciosos e intrépidos, me siguen con el
paso sangrante por los caminos de la vida. Abrazo tu cruz, Señor del amor
eterno, corazón de los corazones, corazón paciente, traspasado e infinitamente
bueno. Ten piedad de mí. Acógeme en tu amor. Y cuando mi peregrinar llegue a su
fin, cuando el día decline y me envuelvan las sombras de la muerte, pronuncia
entonces tu palabra definitiva: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. ¡Oh
buen Jesús! Amén.
MONICIÓN
PARA ANTES DE RECIBIR LA CRUZ
Vamos a adorar la Cruz de Cristo. Vamos a recibirla
dentro del corazón, con la mayor veneración posible. La cruz y el crucificado
se convierten en la base de nuestra oración, de nuestros sentimientos, de
nuestra fe. Después la veneraremos personalmente y profundamente. Con fe,
esperanza y amor que surge del convencimiento profundo de que Jesús, con su
entrega hasta la muerte, nos ha salvado.
CUÁNTAS
COSAS NOS REVELAS, OH CRUZ
Cesan los griteríos,
¿Dónde están sus amigos?
No se escuchan los cantos,
¿Dónde las palmas, músicas y los júbilos?
No hay milagros aparentes
¿Dónde la fe de los que fueron favorecidos?
Soportas nuestros sufrimientos
Aguantas nuestros dolores
Cuelgan de ti nuestros pecados
Depende de ti la mañana radiante de la Pascua
Cargas, en tu agrietada madera,
nuestra existencia, a veces, cómoda y vacía
Dios se hace solidario con nosotros
Vive, lo que nosotros viviremos
pero, por la muerte de Jesús en ti, cruz
un día nos levantaremos en triunfo definitivo
Agradecemos tu amor, oh Dios
Bendecimos la Santa Cruz de Cristo
pues, bien sabemos que en y por ella
nos vino el fruto de la Redención.
Amén
ORACIÓN
ANTE LA CRUZ
Ante ti, oh cruz, aprendo lo que el mundo me
esconde:
que la vida, sin sacrificio, no tiene valor
y que la sabiduría, sin tu ciencia, es incompleta
Eres, oh cruz, un libro en el que siempre
se encuentra una sólida respuesta.
Eres fortaleza que invita a seguir adelante
a sacar pecho ante situaciones inciertas
y a ofrecer, el hombro y el rostro,
por una humanidad mendiga y necesitada de amor.
Ahí te vemos, oh Cristo, abierto en tu costado
y derramando, hasta el último instante,
sangre de tu sangre hasta la última gota
para que nunca a este mundo que vivimos
nos falte una transfusión de tu gracia
un hálito de tu ternura de tu presencia
una palabra que nos incite
a levantar nuestra cabeza hacia lo alto.
En ti, oh cruz, contemplamos la humildad en extremo
la obediencia y el silencio confiado
la fortaleza y la paciencia del Siervo doliente
la comprensión de Aquel que es incomprendido
el perdón de Aquel que es ajusticiado.
En ti, oh cruz, el misterio es iluminado
aunque, en ti, Jesús siga siendo un misterio.
Amén
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