DOMINGO DE PASCUA II
DOMINGO DE LA DIVINA MISERICORDIA
El II Domingo
de Pascua es conocido, también, como el «Domingo de la Divina Misericordia». La
Misericordia nos muestra la grandeza de Dios, porque nos habla de un Dios que
tiene entrañas, un Dios que empatiza, un Dios que tiene corazón y que ese
corazón es el centro de gravedad de su amor infinito. La fe en un Dios que es
Todo-misericordioso hace que desaparezcan los miedos y abre las puertas a la
idea de la reconciliación universal. La Misericordia, con sus obras, nos hace
experimentar y sentir la presencia de Dios, para luego poder exclamar: ¡Señor mío y Dios mío!
Los discípulos
estaban encerrados en casa por miedo a los judíos. Traicionaron, escaparon,
huyeron, aún tienen miedo: desde luego demuestran lo poco que nos podemos fiar
de ellos. Sin embargo, Jesús se presenta en medio de ellos. Era una comunidad
encerrada en sí misma, con las puertas y ventanas cerradas por miedo, donde no
hay aire y hay sensación de aprieto. Ahora si entendemos bien como consecuencia
del confinamiento por la pandemia. Sin embargo, Jesús viene. No se coloca ni
encima, ni abajo, ni a los lados sino en medio, se coloca en medio de ellos,
dice el evangelio. Y les dijo: Paz a vosotros.
No se trata de
un deseo o una promesa, sino de una afirmación: la paz de Jesús está aquí. La
paz que desciende dentro de nosotros, que viene de Dios. Es la paz para
nuestros miedos, para nuestros sentimientos de culpa, para nuestros sueños
incumplidos, para las insatisfacciones que ensombrecen los días.
Ocho días
después, estando todavía todos juntos Jesús regresa. Regresa con el más
profundo respeto: en lugar de regañarles, se pone a su disposición. Tomás no
estaba satisfecho con las palabras de los otros diez; no necesitaba una historia,
sino un encuentro con su Señor.
Jesús se
presenta en medio de ellos y en lugar de imponerse, se propone; se expone en
las manos de Tomas: pon tu dedo aquí; extiende tu mano y ponla en mi costado.
La resurrección no cerró los agujeros de los clavos, no curó las laceraciones
de las heridas. Porque la muerte en la cruz no es un simple accidente para
superar: porque esas heridas son la gloria de Dios, la expresión más alta de
amor, y por eso permanecerán eternamente abiertas. En esa carne, el amor escribió
su historia en las mismas heridas, indelebles como el amor mismo. Tomás exclama
sin duda ni equivocación: Señor mío y Dios mío. “Porque me has visto, has
creído, Bienaventurados los que crean sin haber visto”. Esta bienaventuranza va
directamente dicha por nosotros.
La fe es el
riesgo de ser feliz. Una vida más llena de sentido, una vida vibrante. Herida
sí, pero luminosa. Así termina el Evangelio, así empieza nuestro discipulado:
con el riesgo de ser felices, a pesar de nuestras heridas llenas de luz.
El evangelio
de hoy es toda una invitación a vencer nuestros miedos y a no cerrar nuestras
puertas. No es cuestión de ver y tocar, es cuestión de fe, es cuestión de amor,
porque el amor es mucho más sólido que nuestras manos. Por ello hay que sentir.
Hay que abrir todas las puertas que tengamos cerradas en nosotros mismos y
sentir cómo se despierta el amor de quien nos ama y el amor que nos brota ante
quienes amamos. Sentir cómo el amor nos reblandece, nos modela, nos configura
humanos, nos sitúa como constructores de paz, hacedores de un mundo nuevo, de
nuevas situaciones y de circunstancias renovadas. Porque el amor nos dice
quiénes somos.
¡POR TU PAZ, SEÑOR!
Porque en Ti
confío
Porque en Ti
espero
Y, de tu
misericordia, agradezco tus desvelos
Y, de tu misericordia,
espero tus caricias
Y, de tu
misericordia, añoro tu abrazo
Y, de tu
misericordia, deseo la paz verdadera
la paz que Tú
sólo das
la paz que,
sin Ti,
no la puede
alcanzar el mundo. Amén.
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