sábado, 18 de abril de 2020


DOMINGO DE PASCUA II
DOMINGO DE LA DIVINA MISERICORDIA

El II Domingo de Pascua es conocido, también, como el «Domingo de la Divina Misericordia». La Misericordia nos muestra la grandeza de Dios, porque nos habla de un Dios que tiene entrañas, un Dios que empatiza, un Dios que tiene corazón y que ese corazón es el centro de gravedad de su amor infinito. La fe en un Dios que es Todo-misericordioso hace que desaparezcan los miedos y abre las puertas a la idea de la reconciliación universal. La Misericordia, con sus obras, nos hace experimentar y sentir la presencia de Dios, para luego poder exclamar: ¡Señor mío y Dios mío!
Los discípulos estaban encerrados en casa por miedo a los judíos. Traicionaron, escaparon, huyeron, aún tienen miedo: desde luego demuestran lo poco que nos podemos fiar de ellos. Sin embargo, Jesús se presenta en medio de ellos. Era una comunidad encerrada en sí misma, con las puertas y ventanas cerradas por miedo, donde no hay aire y hay sensación de aprieto. Ahora si entendemos bien como consecuencia del confinamiento por la pandemia. Sin embargo, Jesús viene. No se coloca ni encima, ni abajo, ni a los lados sino en medio, se coloca en medio de ellos, dice el evangelio. Y les dijo: Paz a vosotros.
No se trata de un deseo o una promesa, sino de una afirmación: la paz de Jesús está aquí. La paz que desciende dentro de nosotros, que viene de Dios. Es la paz para nuestros miedos, para nuestros sentimientos de culpa, para nuestros sueños incumplidos, para las insatisfacciones que ensombrecen los días.
Ocho días después, estando todavía todos juntos Jesús regresa. Regresa con el más profundo respeto: en lugar de regañarles, se pone a su disposición. Tomás no estaba satisfecho con las palabras de los otros diez; no necesitaba una historia, sino un encuentro con su Señor.
Jesús se presenta en medio de ellos y en lugar de imponerse, se propone; se expone en las manos de Tomas: pon tu dedo aquí; extiende tu mano y ponla en mi costado. La resurrección no cerró los agujeros de los clavos, no curó las laceraciones de las heridas. Porque la muerte en la cruz no es un simple accidente para superar: porque esas heridas son la gloria de Dios, la expresión más alta de amor, y por eso permanecerán eternamente abiertas. En esa carne, el amor escribió su historia en las mismas heridas, indelebles como el amor mismo. Tomás exclama sin duda ni equivocación: Señor mío y Dios mío. “Porque me has visto, has creído, Bienaventurados los que crean sin haber visto”. Esta bienaventuranza va directamente dicha por nosotros.
La fe es el riesgo de ser feliz. Una vida más llena de sentido, una vida vibrante. Herida sí, pero luminosa. Así termina el Evangelio, así empieza nuestro discipulado: con el riesgo de ser felices, a pesar de nuestras heridas llenas de luz.
El evangelio de hoy es toda una invitación a vencer nuestros miedos y a no cerrar nuestras puertas. No es cuestión de ver y tocar, es cuestión de fe, es cuestión de amor, porque el amor es mucho más sólido que nuestras manos. Por ello hay que sentir. Hay que abrir todas las puertas que tengamos cerradas en nosotros mismos y sentir cómo se despierta el amor de quien nos ama y el amor que nos brota ante quienes amamos. Sentir cómo el amor nos reblandece, nos modela, nos configura humanos, nos sitúa como constructores de paz, hacedores de un mundo nuevo, de nuevas situaciones y de circunstancias renovadas. Porque el amor nos dice quiénes somos.

¡POR TU PAZ, SEÑOR!
Porque en Ti confío
Porque en Ti espero
Y, de tu misericordia, agradezco tus desvelos
Y, de tu misericordia, espero tus caricias
Y, de tu misericordia, añoro tu abrazo
Y, de tu misericordia, deseo la paz verdadera
la paz que Tú sólo das
la paz que, sin Ti,
no la puede alcanzar el mundo. Amén.

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